Fernando Martínez López
Tentación*
La tentación es como
un tirón gravitatorio, te arrastra por el precipicio y sólo la contracción
brutal de los músculos y las uñas abriendo surcos en la piedra pueden salvarte
de la caída. Difícil propósito.
Se encontraba en uno de esos momentos, notaba cómo la
gravedad le echaba el lazo para tirar bruscamente hacia la perdición. Era
fácil: abrir el joyero que descansaba sobre la cómoda y coger la pulsera, el
colgante y los pendientes, objetos que relucían con el brillo seductor del oro.
Sí, demasiado fácil, y de paso hacer añicos la confianza, pero qué más daba,
total, probablemente no volviera a pisar aquella casa, y la tentación era tan
poderosa..., un canto de sirena hacia el desastre, dejarse dominar por el tirón
gravitatorio pensando que eres un ave que emprende un dulce vuelo, sin ser
consciente de que, abajo, sólo espera el impacto con las aristas ávidas de
sangre de las rocas.
*
* *
Gregorio lo
distinguió en lontananza, medio cuerpo dentro del contenedor como si estuviera
siendo devorado por su boca gigantesca trabada con un palo, las piernas
agitadas en el aire en un ejercicio de equilibrismo. La noche fabricaba una
humedad viscosa, coloreada de cobre por la luz de las farolas, puto invierno,
debería estar prohibido sacar la basura con este frío, el cuerpo encogido, el
rescoldo de calor hogareño disipándose conforme se acercaba al contenedor y la
situación embarazosa de toparse con aquel individuo que hurgaba en su interior
como si quisiera destriparlo. Allí se acercaba Gregorio con su andar oscilante,
su cojera que era como una rúbrica de su presencia allá por donde pasara. Dudó
un momento y se detuvo esperando a que terminara. Sobre la acera, un carrito de
la compra destartalado y sucio, seguramente de ese hombre que ya dejaba de
apuntar la linterna en el vientre del contenedor con la esperanza de encontrar
su trofeo entre los desechos. Fue un instante, no más de una fugaz fracción de
tiempo en la que sus ojos se cruzaron. Imposible olvidarlos. Sin embargo, a
Gregorio la lengua se le hizo hormigón y no dijo nada, depositó la bolsa de
basura, se giró evitando un nuevo roce de miradas y regresó a casa con el
estómago contraído y su caminar dificultoso, inconsciente del frío que calaba
su ropa.
Retransmitían un partido, pero ya no
hizo caso del gol de Iniesta (magnífico, imprimiéndole al balón una rotación
que determinó una trayectoria inaudita. Cuánto le hubiera gustado de niño jugar
al fútbol con los amigos) ni del breve noticiario en el descanso donde se
hablaba de sobres ocultos, delitos prescritos y de la pereza de la fiscalía
para emprender acciones cuando del poderoso se trata. No, todo aquello dejó de
importarle, eran imágenes y sonidos incapaces de traspasar la armadura
hermética que recubría su cerebro, que rebotaban como pelotas de frontón. Sólo
el requerimiento de su esposa lo extrajo brevemente del ensimismamiento, ¿qué
te pasa, Gregorio?, y un escueto “nada” como respuesta para clavar de nuevo las
pupilas en una pantalla de televisión donde lo mismo daba que hubiese veintidós
hombres sudando la camiseta que un documental sobre las hormigas carnívoras del
Amazonas. Su mente estaba anclada en lo ocurrido momentos antes, en un
encuentro incómodo, en la actitud desabrida que mostró con el indigente, ni un
breve saludo, ni el amago de una sonrisa, sólo girarse y huir sintiendo sobre
su espalda el peso de la vergüenza ajena. ¿Por qué no le he dicho nada?, ¿qué
me hubiera costado? Mucho, Gregorio, cuesta mucho, la sensación de estar viendo
lo que no debías, de estar inmiscuyéndote en la triste intimidad de una
persona, alguien quien, para subsistir, necesita escarbar en la inmundicia,
asco de vida que es como esnifar hamburguesas pulverizadas del McDonald´s. Y
así, inquieto durante la noche, durante toda la mañana conduciendo el autobús urbano
en un trazado monótono como el de los coches del Scalextric, fue cuando decidió
que aquella tarde lo buscaría, la única manera de eliminar la desazón que
estaba incordiando su conciencia.
Condensaba el frío y solidificaba el vaho, se repetía el
ritual de llevar los desperdicios al contenedor, pero allí no lo encontró. Se
subió el cuello de la cazadora, se frotó las manos y deambuló por el barrio,
clase media, adosados y algún edificio, zonas ajardinadas, la hora del footing
y del paseo del perro y, últimamente,
también de los acechadores de basuras. Sin embargo, donde lo encontró
fue sentado en un banco del parque vestido con chándal y una sudadera del
mercadillo, las manos sobre las rodillas, la vista desenfocándose en el vacío,
fatigada, melancólica, digna, y a su lado ese carrito de la compra convertido
en recolector de supervivencia. Gregorio se acercó y se reconocieron con la
mirada. Esta vez no la desvió, la mantuvo firme cabeceando levemente de arriba
abajo.
-Hola, Ibrahim. –Se sentó a su lado, ambos con la cabeza
al frente-. Perdona que ayer no te dijera nada. Pensé que te resultaría
embarazoso.
-No importa. Te comprendo.
¿Y ahora qué, Gregorio, conductor de autobús? ¿Qué le vas
a preguntar? ¿Cómo te va la vida? No fastidies. Estaba más que claro: la crisis
inmobiliaria que había sembrado cadáveres con sus ladrillos derruidos. Ahora
recordaba, congelado por la temperatura indecente y la humedad, el momento en
que conoció a Ibrahim años atrás, puntual en la parada de la línea 6 sin que el
madrugón le borrara la sonrisa de la cara, un día, otro; siempre simpatizó con
los desfavorecidos, con los marginados, como él lo fue en su infancia a causa
de su cojera. Se dijeron sus nombres y se contaron sus vidas y sueños, llevo
diez años conduciendo autobuses, decía Gregorio, siempre soñé con ganarme la
vida conduciendo de un modo u otro, donde mi cojera no fuera una desventaja. Yo
soy albañil, decía el marroquí, siempre soñé con venir a España; aquí no falta
el trabajo. Sí, antes, pero ya no Ibrahim, ahora abundan los edificios a medio
construir, mostrando su esqueleto de hormigón, y sobran casas deshabitadas y
tristes como bolsas vacías del Alcampo que arrastra el viento.
-Te quedaste sin trabajo.
-Sí, claro, como muchos otros.
-¿Y el paro?
-Ya me lo comí.
Lo suyo nunca pudo llamarse amistad, jamás fueron a un
restaurante juntos ni compartieron su tiempo fuera del armazón del autobús,
pero llegaron a conocerse más que muchos amigos, la conversación diaria,
Ibrahim siempre a su lado cuando en la mañana tomaba la línea 6, hasta que un
día simplemente dejó de hacerlo y no supo más de él. Bueno, Gregorio, ya has
desconectado la alarma de tu conciencia, la que se activó ayer noche cuando no
te dignaste a saludar a quien te saludó de lunes a viernes durante más de tres
años. Sí, ya sé, a veces cambiabas de línea, no hay que morir de hastío, pero
cuando regresabas a la 6 allí te encontrabas la sonrisa de Ibrahim.
-Tengo que seguir. El jefe se va a enfadar si descanso en
horario de trabajo.
No había perdido el sentido del humor, notable detalle en
una persona a quien el presente y el futuro se le había nublado. Se levantó,
tomó su carrito de la compra y enfiló rumbo hacia el siguiente supermercado con
forma de contenedor; con un poco de suerte aún no habría sido saqueado. Todavía
no había caminado ni diez metros.
-¡Ibrahim! -Gregorio se levantó, se puso a su lado con su
movimiento pendular. Paulatinamente pareció esfumarse el impulso inicial.
Titubeó-. ¿Has cenado? ¿Te apetece venir a casa?
El marroquí lo observó con aquellos ojos oscuros pero
traslúcidos, capaces de mostrar su alma siguiendo la trayectoria del nervio
óptico. El aliento se transformaba en vaho, rodeaba su cabeza en un halo que
santificaba su imagen.
-No sé si debería...
-Claro que sí. Los niños ya han cenado, pero Carmen y yo
todavía no. Ven y descansa un poco. Hace frío.
No estaba seguro de por qué lo invitaba. Sería un ramalazo
de compasión, ese sentimiento que a veces aflora para maquillar egoísmos y
miserias, verlo tan desvalido, un proyecto de vida convertido en harina y
aquella magnífica sonrisa que antes mostraba desaparecida ahora tras aplicarle
goma de borrar. Estaba convencido de que Carmen le pondría mala cara, pero ya
no podía echarse atrás.
Carmen le puso mala cara. Sus dos hijos pequeños se extrañaron
mirando con curiosidad de entomólogo la nueva especie aparecida por casa. ¿Pero
qué haces?, le dijo en susurros cuando los dos se encontraban en la cocina
preparando una tortilla de patatas y una ensalada, traes a casa a un pordiosero
al que apenas conoces. No, no es un pordiosero, le replicó, es una persona
buena a la que el destino le ha puesto la zancadilla, era lo menos que podía
hacer por él. Y le recordó los mil y un viajes que hicieron juntos en la línea
6 cuando el sol de desperezaba, cuando la fatiga del madrugón era el mejor de
los regalos pues implicaba ir a trabajar, tener un sueldo, una vivienda de
alquiler. Eso también lo contó Ibrahim mientras se le iluminaba el rostro ante
la ensalada y la tortilla, respirando aroma divino, y cómo ahora malvivía
compartiendo casa con otros diez compatriotas a los que apenas si les llegaba
para comer. El gesto de Carmen se fue suavizando, imposible no hacerlo ante
Ibrahim y la serenidad de sus palabras. Incluso él se permitió desdramatizar
contando ese chiste que escuchó en la radio:
“-Ayer, cuando iba a trabajar, vi un dinosaurio.
-Anda ya, que me voy a creer que tú tienes un trabajo”.
Y volvió a aparecer en su rostro la sonrisa olvidada.
Fue una velada agradable que ya tocaba a su fin. Antes de
marcharse, pidió pasar al aseo. Allí, en el pasillo, le dijo Gregorio. Está
ocupado, dijo Ibrahim, alguno de tus hijos. Pues pasa al de nuestro dormitorio,
indicó señalándole el camino. Y poco después la despedida. En el quicio de la
puerta, entrechocándose las manos, la luz metálica de las farolas se enredaba
con el cabello ensortijado del marroquí. Cuando se marchó calle abajo, fue como
un punto final en la historia de la línea 6.
Aquella noche Gregorio tampoco pudo conciliar el sueño. Ya
no era su conciencia la que alborotaba, era algo distinto, era como haberse
adentrado en la pantalla de televisión para vivir en directo las desgracias
ajenas, ésas que relatan las noticias y que son como una película de Fernando
León de Aranoa, que las crees ficción hasta que no se te plantan a dos
centímetros de la cara, Los lunes al sol,
el drama del paro, el drama de los desahucios, el drama del hambre, el drama de
la desesperanza. Carmen y él tenían suerte, Ibrahim no, y al día siguiente se
levantaron, no para tomar el sol como en la película, sino para trabajar. Él
cogió el camino hacia los garajes donde dormían los autobuses urbanos y Carmen,
tras esperar a la chica de la limpieza como cada lunes, llevó a los niños al
colegio para incorporarse después a su oficina.
El miércoles por la tarde lo reservaron para ellos, tan
necesarios esos momentos a solas entre las parejas, una buena película en el
cine y una cena romántica; llevarían los niños con la hermana de Gregorio. Ahí
fue cuando Carmen echó en falta el colgante, la pulsera y los pendientes.
-Gregorio, ¿tú los has visto?
Él se encogió de hombros, a ver si lo han cogido los
niños, pero no, ellos no tenían ni idea, y la duda y la angustia brotando en
los rostros, tres días atrás, cuando un hombre con la vida machacada se acercó
al cuarto de baño del dormitorio conyugal después de cenar, que pudo ver el
joyero sobre la cómoda, que pudo sentir esa tentación gravitacional que te
arroja el precipicio, un dinero fácil y necesario para la pura subsistencia. La
tarde romántica se hizo añicos, se dedicaron a escudriñar cada recoveco de la
casa para confirmar que las joyas no estaban allí. Gregorio se resistía a
creerlo, se resistía a la petición de Carmen de denunciarlo. Le pidió un par de
días, déjame que intente localizarlo, pero no fue así, así que el viernes se
acercó a la comisaría que quedaba a diez minutos de casa. Allí, en un ambiente
desangelado de luces fluorescentes, un agente tomó nota de los objetos
desaparecidos, de la descripción del sospechoso del que sólo pudo indicar un
nombre sin apellidos y el barrio donde supuestamente residía, y también que
quizá pudieran hallarlo rebañando lo poco aprovechable que podía encontrarse en
los contenedores de basura. Será difícil que consigamos algo, le dijo el
policía, en caso de localizarlo lo más probable es que se haya deshecho de esos
objetos y lo niegue todo. Para Gregorio, en el fondo, las joyas eran un asunto
secundario; lo que de verdad le dolía era haberse equivocado al leer la bondad
en la cara de Ibrahim.
*
* *
La avenida era el último tramo para llegar a casa, larga y
metálica, uniéndose en la profundidad las hileras de farolas encendidas para
justificar las leyes de la perspectiva. Un viernes cualquiera, de regreso del
centro comercial con los niños, si no hubiera sido porque, sentado en el mismo
banco del parque, vieron a Ibrahim con su carrito.
-Llama a la policía –dijo Carmen.
-¿Qué dices? Hablaré con él.
-Ni se te ocurra, y más con los niños aquí, así que aparca
y llama.
Le costó marcar los dígitos, se le abrasaron las yemas de
los dedos. Al cabo, la luz azulada del coche patrulla se situaba junto a ellos
y Gregorio les indicaba hacia Ibrahim.
-Yo les acompañaré, agentes.
Fue triste, demasiado triste, la cara asombrada del
marroquí negándolo todo. Gregorio miraba al suelo y notaba la violencia de los
latidos en su pecho; los agentes seguían interrogando. Finalmente, lo
introdujeron en el coche. En ningún momento Ibrahim soltó su carrito, eso no,
nadie me lo va a quitar, lo único mío, lo único mío. Gregorio no recordaba cuándo
fue la última vez que había llorado.
El lunes retomó la línea 6. Desde lo sucedido, se
imaginaba que Ibrahim volvía a coger el autobús, pero ya no presentaba su
rostro amable, sus ojos honestos y su sonrisa feliz; en su mente su aspecto
sufría una metamorfosis continua: unas veces se desintegraba la máscara para
mostrar una faz ladina y burlona como la del Joker, se introducían sus carcajadas por los oídos arañándole por
dentro; otras, sin embargo, se le clavaba la mirada estupefacta y afligida de
Ibrahim tras el cristal del coche patrulla. Pero, por más que intentaba
convencerse, eran vanos los intentos de culparlo. ¿Qué hubiera hecho él en una
situación similar? Qué fácil es tener un comportamiento recto cuando la vida no
se tuerce. Y así, con el pensamiento abstraído y la ruta mecanizada, regresó a
mediodía a casa para encontrar a Carmen con esa expresión ansiosa de quien
desea contar algo con urgencia.
-Dime, ¿qué sucede?
La chica de la limpieza no se había presentado, le contó
Carmen, en su lugar apareció otra diferente.
-Llamé a la agencia para pedir explicaciones, no iba a
dejar en casa sola a una desconocida, y me dijeron que la anterior ya no
trabajaba para ellos, que habían recibido quejas de algunos clientes porque
desaparecían pequeños objetos en sus casas y la habían despedido.
Gregorio duplicó el tamaño de sus ojos.
-Echaste en falta las joyas el miércoles. ¿Cuándo fue la
última vez que las viste?
Carmen no recordaba, pero seguro que antes del domingo de
la semana anterior, el día que el marroquí se sacudió en su casa el frío del
camino y el hambre de su estómago.
-Es decir, que el lunes pasado la limpiadora pudo haberse
llevado las joyas. Joder, Carmen, qué hemos hecho.
Tomó su automóvil y voló a comisaría. Allí le contaron que
el denunciado estaba de momento en libertad, que habían registrado la casa
donde habitaba y que, como esperaban, no habían encontrado nada. No hacen falta
que busquen más, agente, le dijo, deseo retirar la denuncia.
Gregorio, conductor de autobús, no volvió a ver por su
barrio a Ibrahim. Cuando por la noche, con la humedad adueñándose del aire, se
acercaba a tirar la basura, se quedaba mirando a cualquiera que rondara el
contenedor con la esperanza de encontrarlo. Un fin de semana se dirigió con su
coche al barrio donde moría la línea 6. Después de deambular consiguió
localizarlo junto a otros magrebíes, en la acera, charlando en grupo alrededor
de una hoguera encendida en un bidón, lugares donde las calles no son sólo
sitio de tránsito sino donde también se hace vida. No pudo apearse ni acercarse
a él, se limitó a contemplarlo desde el anonimato de la distancia, desde el
parapeto de su coche convertido en cápsula espacial desde donde el mundo se
aprecia lejano y difuso. Así dejó transcurrir los minutos aislado en una burbuja
adimensional, independiente del espacio físico del barrio, la única manera de
poder echar un último vistazo a Ibrahim sin avergonzarse; habría sido incapaz
de situarse frente a él y mirarlo a los ojos, esos ojos dignos que nunca le
engañaron. Por lo menos, se consolaba, no se había equivocado al leer la bondad
en su cara.
Al
regresar a casa no quiso salir el resto de ese fin de semana en el que libraba.
Se hundió en el sillón, el televisor puesto como un acompañante ignorado.
Delante de él, sin prestarles atención, circulaban las noticias. Hablaban de
paro, desahucios y miseria; hablaban de sobres ocultos, delitos prescritos y de
la pereza de la fiscalía para emprender acciones cuando del poderoso se trata.
En el exterior, comenzaba a soplar un viento gélido y sucio.
Bio.bibliografía
Fernando
Martínez López, nace Jaén en 1966 y afincado en Almería desde su infancia, es
doctor en Ciencias Químicas por la Universidad de Almería. Fue docente en la Universidad de León y
en la actualidad ejerce como profesor de Educación Secundaria en la
especialidad de Física y Química. Es autor de varios artículos divulgados en
revistas científicas. Apasionado por la lectura y de formación
autodidacta, decidió tomar la pluma en 2002 para elaborar la que fue su primera
obra , un peldaño en su carrera de escritor que se salda en la actualidad con
varios libros publicados, tanto novela como antologías colectivas de relato
breve, habiendo obtenido numerosos premios en certámenes literarios.
Actualmente es miembro del Instituto de Estudios Almerienses, de la Asociación Andaluza
de Escritores y Críticos Literarios y participa en el Circuito Literario
Andaluz del Centro Andaluz de las Letras.
Aficionado
también al deporte, practicó el atletismo de competición durante diez años,
destacando a nivel andaluz en la especialidad de triple salto.
Disfruta en
especial de los retiros, junto a su familia, en el Parque Natural de Cabo de
Gata-Níjar, rodeado de paisajes paradisíacos donde suele encontrar la
inspiración.
Su
novela más reciente es Tu nombre con
tinta de café, 2015; gano el XXXIII Premio de Novela Felipe Trigo.
Otras
obras suyas:
Sanchís
y la reliquia sagrada, 2006.
El
sobre negro, 2006
Sanchís
y el pergamino azul, 2008
El
rastro difuso, 2009
Fresa
amargas para siempre, 2011.
El
mar sigue siendo azul, 2011.
Fresas
amargas para siempre, 2014.
Gracias por el detalle, Pedro. Este mundo de tentaciones y apariencias ofrece mucho juego a la literatura.
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