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lunes, 20 de abril de 2015

Desayuno con diamantes, 32



UNA MIRADA A TRAVÉS DE LOS ESPEJOS DE MERCÈ RODOREDA

   Se reúnen por primera vez las tres colecciones de cuentos que Mercè Rodoreda publicó a lo largo de su vida, Veintidós cuentos (1958), Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía seda y otras narraciones (1978). Con el título de Cuentos Completos (2002), el volumen publicado forma parte de la «Colección Obra Fundamental» de la Fundación Santander Central Hispano.



     La faceta como novelista de Mercè Rodoreda—según afirma Carme Arnau—no ha significado que el conjunto de su obra cuentística haya sufrido ese olvido que se les otorga a los libros de relatos, considerándolos incluso por parte de los estudiosos como un género menor en la producción de un narrador. Tres volúmenes publicó la autora a lo largo de su vida, Veintidós cuentos (1958), Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía de seda y otras narraciones (1978); posteriormente, la propia Carme Arnau, ha recogido en un nuevo volumen sus últimos relatos, además de sus cuentos infantiles escritos antes de la guerra, algunos recuerdos de infancia y posiblemente sus dos últimas narraciones fechadas en los primeros años de los 80. Un volumen titulado Un café i altres narracions (1999), que aún no está traducido al español. La edición de Cuentos completos (2002) que edita la Fundación Santander Central Hispano en su colección «Obra Fundamental», con prólogo de Joaquim Molas y estudio de Carme Arnau, además de una bibliografía interesante de E. Miret i Raspall, ofrece al lector la posibilidad de volver a leer unos cuentos que muestran, paralelamente, a su obra narrativa extensa Aloma (1938), La Plaza del Diamante (1962), La calle de las Camelias (1966) o Espejo roto (1974), por citar los más significativos, otra mirada a la personalidad y la originalidad de la narradora catalana.

Un espejo roto
      ¿Llegué a conocer alguna vez a esta mujer?—se pregunta José María Castellet en  su libro Los escenarios de la memoria (1988) y en un extenso recuerdo titulado «Una tarde en Ginebra con Mercè Rodoreda» en el que efectúa con un efusivo reconocimiento, una particular semblanza, desde que conociera a la autora en  la década de los sesenta, en Barcelona, y a propósito, tal vez—subraya el editor— de un encuentro casual relacionado con algún asunto editorial. La primera impresión que tuvo Castellet sobre esta dama fue la de estar ante «una mujer amable pero un poco seca y distante, como alejada de muchas cosas». En alguna que otra conversación con Mercè, el ensayista señalaba como la narradora catalana «escribía novelas o cuentos, puesto que escribir era algo así como pasar un espejo a lo largo de la vida, y a ella, precisamente, eso era lo que más les gustaba». Y, ella misma, afirmaba que «detrás del espejo están los sueños y yo tengo la impresión que todo lo que he vivido lo he soñado: quizá por esto mis personajes son un poco flotantes y tal vez también por esto en mis libros aparecen tantos ángeles».


     Mercè Rodoreda—en palabras de Joaquim Molas—«era una mezcla de hermetismo y espontaneidad, de orgullo y timidez, de independencia y soledad, de indefensión y fortaleza», y quizá este y no otro sea el retrato más exacto que refleje la compleja personalidad de esta singular narradora en catalán a quien, tan sólo muchos años después y tras un largo exilio en Ginebra, se le reconoció, por parte de la crítica y de un público más amplio, el valor de su escritura, un hecho que durante años y por motivos, evidentemente, de censura se le negó. Desde su primer libro Sóc una dona honrada? de 1932, hasta los últimos publicados en vida Quanta, quanta guerra... y Viatges i flors, ambos de 1980, y las numerosas traducciones que surgieron con el paso del tiempo al castellano, la primera, uno de sus grandes éxitos y la que precisamente la sacaría del anonimato, La Plaza del Diamante (1965) o la última Golpe de luna y otros relatos (1995), su literatura ha experimentado un creciente interés por aquellos lectores que no podían acceder a ella por motivos tantos editoriales como lingüísticos. La revisión de su obra no hace sino agrandar el espacio literario de una gran narradora de una de nuestras lenguas oficiales.   

Vida y obra
    Mercè Rodoreda había nacido en Barcelona en 1908. Hasta el estallido de la guerra civil había publicado cuatro novelas, Sóc una dona honrada? (1932), Del que hom no pot fugir (1934), Un dia de la vida d´un home (1934) y Crim (1936) y sobre todo Aloma (1938) y que había conseguido un prestigioso premio en 1937, Premi Creixells, que posteriormente sería traducida al español en 1971. Dejaba, también, una incipiente vocación periodística que había iniciado, precisamente, para convertirse en escritora, porque se trataban, sobre todo, de colaboraciones literarias publicadas en periódicos y revistas de prestigio que por aquella época abundaban en la Barcelona republicana: La Veu de Catalunya, Meridià, Revista de Catalunya o la Publicitat, sobre todo en los años 1935 y 1936. Inició un largo exilio que comenzaría en Francia y que se extendería hasta el año 1954 y que la llevó por ciudades como Toulouse, París, Limoges, Burdeos. Son éstos unos años dedicados al cuento, precisamente, porque encontraba en el género la expresión para poder reiniciar su carrera literaria. Los largos años de dedicación al relato culminarán con la publicación de Vint-i-dos contes escritos durante el período de 1945 hasta que los terminó en 1957. Cuando se publicó consiguió el premio Víctor Catalá de ese mismo año y se publicaría un año más tarde. Entonces, Rodoreda, ya vivía en Ginebra y, después de muchos años de infortunios y adversidades, es feliz, vive en un piso, ha resuelto sus problemas económicos y disfruta de esa tranquilidad que le pueda garantizar reemprender, de nuevo y definitivamente, su carrera narrativa, sobre todo una dedicación a la novela después de los veinte años transcurridos desde Aloma, un texto que se reeditará en 1969, revisado, aunque, unos años antes, había entregado, con mucho éxito, La Plaça del Diamant (1962), a la que seguirían El Carrer de les Camèlies (Premio Sant Jordi) 1966 o Mirall trencat (1974), como sus novelas más traducidas y notables de dos décadas muy importantes. Pese a todo, durante esos años, escribe nuevos cuentos, sobre todo fantásticos—en palabras de Carme Arnau— que posteriormente publicará con el título de La meva Cristina i altres contes (1967) y, poco más de diez años más tarde, su última colección  Semblava de seda i altres contes (1978). 


     Cuando Mercè Rodoreda decidió regresar definitivamente del exilio—señala Castellet— era propietaria de un piso en la calle Balmes/Monteroles, aunque durante su estancia en Ginebra había pasado largas temporadas en Romanyà de la Selva, en casa de su buena amiga, Carmen Manrubia. El bullicio de Barcelona le llevó a pensar que podría establecerse en aquel lugar idílico, y convertirse en un futuro proyecto de vida, cuando la autora ya había cumplido los sesenta años. Allí se estableció en una casa cómoda y allí le sorprendió la muerte un día del mes de abril de 1983. Su vida transcurrió en una casa diseñada con sumo cuidado por ella y con una panorámica sobre todo Romanyà y rodeada, además, de un jardín repleto de flores que la autora cuidaba primorosamente todos los días del año. En su casa de Romanyà—afirma Castellet con toda rotundidad—fue definitivamente feliz.
                   
Los cuentos
  Un cierta vinculación visceral a la escritura le llevaría al cuento y a volver a empezar de cero tras su marcha al exilio. El cuento, según la autora, presentaba la ventaja de su brevedad, la rapidez en su realización, pero sobre todo la posibilidad de ensayar técnicas diferentes. Circunstancialmente—como señala Carme Arnau—Rodoreda se centrará en el cuento dedicándose a él, de una forma intensiva, durante un período breve de su vida, unos dos otres años, escribe la narradora a Anna Murià, su confidente y quien le ha descubierto, de nuevo, el género. Así, ya, en Veintidós cuentos (1958) hay un rico abanico de técnicas y de temas, sobre todo se vislumbra esa visión negativa que la autora ha experimentado personalmente. En algunos de estos cuentos se puede ver reflejado el exilio que, de igual manera, vivió ella misma intensamente. Sus personajes, de edades diversas, viven situaciones y relaciones amorosas tan desgraciadas que muchas veces desembocan en el deseo de morir o en la muerte misma. El amor y la muerte, por consiguiente, serán temas universales para la narradora catalana. Pero, en igual proporción, le atormentará el paso del tiempo y así las diferentes edades de sus personajes estarán marcadas por la tristeza, por el desencanto, por la tragedia, en definitiva. Resulta interesante —señala Arnau—que en este volumen de cuentos la narradora parece buscar una voz personal que ella misma parece encontrar, sobre todo, en la literatura norteamericana e inglesa y así recupera para sus lecturas los nombres de Steinbeck, Faulkner, Mansfield, sobre todo esta narradora neozelandesa, que vio con claridad que hacía falta renovar el género narrativo breve y volver la mirada al gran escritor ruso Chejov. Con  Mi Cristina y otros cuentos (1967), su segunda colección, inicia la redacción de cuentos fantásticos que según expone la autora es el producto de una profunda decepción. Se fija como modelos a seguir los nombres Poe y Lovecraft, ambos maestros indiscutibles del género, sin olvidar a Borges y, sobre todo, a Cortázar, amigo y compañero de Joan Prat en la Unesco y que frecuentó a ambos en Ginebra. El volumen se caracteriza por su gran unidad, por una escritura coloquial y por presentar una imaginación desbordante: en sus cuentos se narran hechos sorprendentes como el hecho mismo de que la muerte signifique una metamorfosis. Los protagonistas de estos dieciséis cuentos son personajes femeninos y masculinos de edad muy diversa, aunque predominan estos últimos con evidentes cambios que no parecen haber separado ambos sexos; por ejemplo, el protagonista de «El señor y la luna» es un hombre hacendoso que se ocupa de su casa e incluso tiene rasgos de mujer; también es un hombre el protagonista de «La sala de las muñecas» que cose y plancha vestidos para sus juguetes. En realidad, parece que Mercè Rodoreda en este libro pretende mostrar y le interesan mucho más las situaciones extraordinarias por las que pasan sus personajes; quizá por eso ahora sus ambientes son mucho más misteriosos y sugerentes. La narradora—en palabras de Carme Arnau—consigue crear un mundo fantástico propio, que arrastra uno de los sentimientos que más parecen atraerla como creadora: el miedo, la inquietud, una atmósfera que, de manera plenamente convincente, impregna estos relatos y que suele nacer del hecho de que sus protagonistas se sientan como los únicos habitantes de mundos extraños, sin contacto con nadie, perdidos en parajes de misterio (...) Y esto desemboca—añade Arnau—en dos temas muy característicos de la literatura fantástica: la locura y la brujería. En definitiva, los cuentos de este segundo volumen tienen, por añadidura, una característica propia: el sentido de lo poético y de lo delicado.


   Los cuentos Parecía de seda y otras narraciones (1978) están escritos a lo largo de más de cuarenta años y ofrecen, frente a los anteriores, una mayor diversidad y muchos de los registros ensayados por Rodoreda. Los temas predominantes serán el sueño y la literatura y en los primeros cuentos se constata el artificio del lenguaje como expresión inequívoca de una vocacional juventud; la madurez impone un contacto con la vida y el lenguaje se transforma ahora en coloquial y referencial con un predominio del diálogo y la narración. Sin necesidad de desvelar muchos de los cuentos interesantes que integran el volumen como «Ada Liz», «En una noche oscura», «Vivir al día», «Lluvia» e incluso «Parecía de seda», el libro resume con esa evidente madurez que hemos señalado la culminación de una etapa particularmente fecunda y rica dedicada al cuento, un género que como se ha venido apuntando en estas reflexiones representa para la autora su permanente vinculación a la escritura. «Escribo porque me gusta escribir—llegó a afirmar la autora—. Si no pareciese exagerado diría que escribo para gustarme a mí. Si de rebote lo que escribo gusta a los demás, mejor. Quizá es más profundo. Quizá escribo para afirmarme. Para sentir que soy... Por el expreso deseo de escribir con cierta idiosincrasia, he cultivado, desde hace muchos años una especie de pureza con el mínimo de adulteraciones posibles. He cultivado el olvido de todo lo que me ha parecido nocivo para mi alma y he cultivado la admiración por las cosas que me hacen un bien: el quieto poder de las flores, la lenta paciencia de las piedras preciosas, por los grandes abismos del cielo. Suscribo la frase que afirma: «Nada humano me es extraño». Los personajes de mis novelas y mis relatos despiertan toda mi ternura, me hacen sentirme bien a su lado, son mis grandes amigos».



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