Vistas de página en total

domingo, 5 de abril de 2015

Hoy tomo café con…


Andrés Neuman
       Esta entrevista se realizó por aquellos años, en los que el joven Neuman, empezaba a afianzarse en el mundo editorial y coincidían en las librerías algunos de sus libros significativos.*
     «Existe una especie de misticismo en torno a la creación, que parece vetarnos cualquier intento de reflexión minuciosa acerca de ella».


La personalidad de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), el joven escritor hispano-argentino, el último minuto de su obra, convierten su escritura en una firme apuesta por el cuento, en un país de gran tradición en el género, pero de poca devoción por el mismo. Tras unos primeros tanteos narrativos provincianos, Bariloche (1999), su primera novela le proporcionaría ese merecido lugar de finalista en el Premio Herralde y su estreno en la gran narrativa española. El que espera (2000) recoge una primera y excelente colección de microrrelatos, a la que ha seguido El último minuto (2001). Ambas compilaciones están organizadas en treinta cuentos más un epílogo del autor a modo de manifiesto. Casi simultáneamente ha publicado los poemarios Métodos de la noche (1998) y El jugador de billar (2000).

        ¿Qué es usted: un argentino que vive en Granada, o un granadino con alma argentina?
        Sospecho que el alma es la memoria: si ésta es compartida, las patrias se disuelven. El verbo «estar» me resulta mucho más verosímil que el verbo «ser», que se empeña en las esencias. Vivo en Granada, he vivido en Buenos Aires. He aprendido de las culturas argentina y española, y por lo tanto ya no pertenezco rigurosamente a ninguna de ellas. De hecho, la literatura me ha ayudado a aceptar esta condición un tanto desconcertante.

        Se lo pregunto por aquello de la melancolía de allende de los mares.
        Es que incluso la nostalgia que sienten los argentinos emigrados por su propio país es herencia de la otra orilla. Nuestra tendencia a añorar proviene, remotamente, de Sicilia, de Galicia, de París. Así que, en cierto modo, cuando un argentino cruza el océano no hace más que cumplir con un destino de añoranzas. Que incluye, por supuesto, ignorar todos estos antecedentes y creer en la patria argentina, que es una de las invenciones más paradójicas que puedan concebirse.

        ¿Cómo llega usted a la literatura?
        Primero, sufriendo: a mí la vida, desde muy pequeño, me resultaba extrañamente  dolorosa sin saber muy bien por qué. A los diez u once años, entonces, comencé a leer con asiduidad esos mismos libros por los que antes no me había interesado, cuando mis padres me los habían ofrecido. Y al mismo tiempo, secretamente, me dedicaba a copiarlos, a variar sus argumentos y a imitar sus estilos. Para mi sorpresa, de inmediato advertí que el dolor se atenuaba, que las cosas cobraban otro sentido. Puede decirse que mi infancia se divide en dos momentos: antes y después de escribir. Me inventaba novelas de espías, algún que otro poema bastante espantoso y, sobre todo, cuentos. Cuentos de terror, a lo Poe. Mi madre estaba alarmadísima. Creo que fue William Wilson el primer relato suyo que leí, y gracias a él comprendí que todos somos dobles. Poe me cambió la vida, la mirada. El traductor, aunque por entonces yo no lo supiese, era Cortázar: otro guiño del azar. Con él me toparía algo más tarde. En cuanto a la poesía, la encontré en España, en Granada, y fue como volver a aprender a escribir. En la facultad todo el mundo escribía poemas, de modo que pensé: aquí nadie va a querer leer mis cuentos; pasémonos a los poemas.

        De cualquier forma, ¿no le parece que tener 24 años y cinco libros en el mercado no es algo extremadamente ambicioso por su parte?
        Tal vez, estadísticamente hablando, pueda calificárseme de prolífico. Pero esto no tiene nada que ver con un plan, ni con las ambiciones: obedece a una simple necesidad de escribir hoy, mañana, siempre. El día que no sienta esta urgencia en el estómago y este picor en las manos, pues escribiré menos. Uno escribe para sentirse útil, para evitar la idea de que, más o menos, estamos por azar aquí de pie. La literatura nos permite creer, soñar sólidamente que tenemos sentido, que creamos sentido. Y yo preciso los tres géneros para no tambalearme. No puedo prescindir de ninguno de ellos. Por lo demás, ya aplicada a otros órdenes de la creación, la ambición no me parece mal si está en congruencia con el trabajo. Sólo que, como cualquier fuente de energía, es preciso controlarla, administrarla, para que funcione a favor de su dueño.

        Personalmente le conocí por un libro que nadie recuerda en su bibliografía, me refiero a Pertenecí (1997). ¿Qué le supuso ese debut literario?
        Escribí aquellos cuentos entre los catorce y los dieciocho años, así que ya puede usted imaginarse cómo eran. El librito, afortunadamente, se imprimió y distribuyó sólo en Granada. Lamento que usted lo leyese. Yo diría que me proporcionó la posibilidad de foguearme, de averiguar qué siente uno al hacer públicas sus ficciones, sin necesidad de hacer el ridículo a nivel nacional. De hecho aquella colección, a la que de cualquier forma le estoy agradecido, cerró a los pocos meses, después de publicar media docena de títulos. ¡Con decirle que fui el best-seller de la colección, y se vendieron apenas unos pocos centenares de ejemplares! Con todo, a veces he tenido la tentación de rescribir algunas de esas historias, las pocas que merecían la pena. Y confieso haberlo hecho alguna vez. 


Con el poemario Métodos de la noche (1998) ganó un premio. ¿Hay que olvidarse de los géneros para escribir?
        No exactamente: más bien hay que tenerlos muy presentes, para hacer con ellos algo distinto. Creo que la actitud, el método o el oficio no son idénticos ante un poema, un cuento o una novela. Pero también estoy convencido de que no podemos seguir repitiéndonos, a estas alturas de la historia literaria, evidencias inútiles como que un cuento debe contar una historia o que un poema ha de ser lírico. Esto es tan sólo un camino. Que, por cierto, conviene desandar de vez en cuando para intuir nuevos horizontes: ¿era lírico Borges en sus poemas metafísicos? ¿Arreola o Miguel Ángel Asturias se limitan a contarnos una historia? ¿Los poemas de Carver son esencialmente distintos que sus cuentos? ¿La poesía épica no es un ejemplo de narrativa? ¿No era Truman Capote un novelista lírico? Ginsberg o Fonollosa ¿no contaban historias? ¿No reflexionó John Donne tanto como un ensayista en sus versos? Hay mil ejemplos. En mi opinión, los géneros se fortalecen contaminándose mutuamente. Lo que un escritor ha de tener claros son los procedimientos concretos, los distintos recursos técnicos, más que las convenciones tradicionales. En esto, mis modelos son los escritores totales, los animales polígrafos: por ejemplo Goethe, Beckett o Borges. Claro que también están la emoción y la intuición: inventar sin pensar tanto. Pero sobre eso no podemos teorizar con certeza. Llamémoslo magia, enigma o inconsciente.

        Ha vuelto a insistir con una nueva entrega poética, El jugador de billar (2000), ¿quizá haya que ver este libro como una metáfora de las carambolas de la vida, o tal vez, como ese doble efecto que se espera de todas las cosas?
        ¿Insistir? Vaya, eso suena a acusación. En fin, procuraré escribir versos mejores la próxima vez... Hablando en serio, ese libro no es en realidad un libro de poemas, sino un solo poema en cantos. Un poema largo, dividido en 24 secuencias. Su origen fue un sueño que me persiguió durante un tiempo: un hangar gigantesco; centenares de mesas de billar nuevas, iluminadas, como un bosque geométrico; y en el centro un hombre solo, jugando consigo mismo. Me propuse escribir esta visión para averiguar qué hacía allí aquel personaje. Y durante el desarrollo de los poemas lo averigüé: aquel hombre era cualquier hombre -o tal vez un escritor- y había ido a perder. El resultado fue un extraño poema sobre el azar, la soledad y el tiempo.

        Su gran momento, no obstante, le llega con la novela: Bariloche y consigue ser finalista del prestigioso Premio Herralde en 1999.
        Mediáticamente hablando, sí. Editorialmente, desde luego que también. Pero la otra cara de esta realidad es bastante triste: dedicas media vida a escribir cuentos, pasas noches en vela corrigiendo poemas, y nada de eso importa; lo que importa es tu novela. Desde luego que Bariloche me tomó un trabajo atroz, y no me he arrepentido de ella. Me permitió darme a conocer y entrar en las grandes editoriales de narrativa: estoy muy orgulloso de haber publicado mi primera novela en Anagrama, de pertenecer a un catálogo tan hermoso, y de haber unido mi nombre al de un editor mítico como Jorge Herralde. Pero a uno le queda la inquietud de qué pasa con el cuento o la poesía, con esos géneros que, si no mueven dinero, mueven ideas y emociones fundamentales para el ser humano. Es literariamente inmoral que a los cuentistas se les pregunte cuándo van a ponerse a escribir una novela. Así de flojas salen muchas de ellas.

        ¿La parábola de la mediocridad y del deterioro son el retrato robot de la sociedad del siglo XXI?
        ¡O el retrato social de los robots del siglo XXI!

      Se lo pregunto porque el protagonista de su novela parece representar ese mundo, o al menos el de una ciudad como Buenos Aires; ¿ese ambiente puede trasladarse a cualquier ciudad del mundo?
        Aquel personaje de Bariloche, Demetrio, es basurero. Sin embargo, su nivel cultural y su lógica son los propios de la clase media. De modo que, simbólicamente, el habitante común de la ciudad queda degradado por su entorno, por ese espacio colectivo en el que todos hemos pactado para consumir, producir y desechar mierda, y que otros la recojan. Ese descenso general a las vísceras, ese mecanismo perverso me parece universalmente aplicable, en mayor o menor medida, a cualquier punto populoso del mundo occidental capitalista. Aunque, por supuesto, en la novela haya una serie de rasgos inequívocamente argentinos, y algunos indicios característicos del terrible subdesarrollo económico que oprime a Latinoamérica.

        ¿Esta primera obra representa el pasado de su tradición sudamericana, con las lecturas de su juventud más temprana, o simplemente es el recurso evidente de su memoria?
        Creo que Bariloche se nutre más de mis recuerdos argentinos, que de las lecturas que hice en Argentina. El acto mayor de memoria estaba en rescatar ciertas calles de Buenos Aires que no había vuelto a ver (y que no llegué a visitar durante la escritura de la novela), y sobre todo ese dialecto materno en el que yo, aunque hoy me parezca insólito, aprendí a hablar mi lengua. Luego, por supuesto, estuvo la invención: aunque en la novela Demetrio procede de las afueras de Bariloche, en plena Patagonia, yo apenas visité aquella zona un par de veces, cuando niño. En cualquier caso, la experiencia de escritura fue hermosa, y me demostró que sin memoria no hay invención posible, pero que a la vez la memoria hay que inventarla. Y, en cierto modo, me ayudó a reconciliarme con mi parte argentina, que andaba un tanto oculta.

 Foto Fabián Simón


Si ya ha cumplido con su pasado argentino, ¿sobre qué piensa escribir en el futuro?
        Si lo supiera, tal vez no escribiría. Uno escribe sobre lo que no sabe, o sobre lo que no sabe que sabía. En cuanto al material que tengo inédito, pareciera ser que he terminado una novela y un libro de poemas. Y cuentos, claro, cuentos. La novela, cuyo título me callo por superstición, es bien distinta a Bariloche en muchas cosas: la localización, los personajes, el lenguaje... No me gusta repetirme. Sin embargo, ambas novelas comparten dos cosas: la brevedad, y el dilema básico de qué hacer con la memoria, cuánto tiene nuestro pasado de ficción y de presente. De todos modos, volviendo al origen de su pregunta, creo que mi educación sentimental argentina, más que en forma de tema, me influye en forma de lógica, de cultura invisible.

        Permítame cambiar de registro y preguntarle por una curiosidad literaria: el micro-relato. ¿ se presupone este tipo de cuento una originalidad: el empleo de la paradoja, la ironía, la sátira o el humor, para llegar a un final tan sorpresivo como ingenioso?
        No hay una sola forma de abordarlo. Al contrario de lo que muchos piensan, los géneros breves pueden ser tanto o más ambiguos que los extensos por su economía, sus silencios, sus compresiones. Es cierto que hay un tipo de microcuento que se basa en el recurso clásico de la inversión, la revelación fantástica o la paradoja, y que busca provocar una gozosa sorpresa en el lector. Pero también está el microcuento lírico, que linda en estilo con el poema en prosa (por mucho que los académicos se inventen diferencias abstractas para salvar las etiquetas) y que quiere buscarle al lector las cosquillas emocionales, producirle un temblor de origen más bien lingüístico.

        Esta afirmación viene dada porque usted ha escrito dos libros de cuentos con dos epílogos-manifiestos. ¿El lector necesita una guía del relato?
        En lugar de guías, prefiero hablar de discusiones, de curiosidades. Considero mis epílogos teóricos como un diario de rodaje, un inventario de los descubrimientos que he ido haciendo acerca de la escritura de los cuentos. No hay ningún afán didáctico. O, si lo hay, es en forma de duda, de debate: por eso decidí colocarlos después, y no antes de los textos de ficción. En ningún momento pensé en que los lectores tuvieran que entender el libro a través de esos ensayos. Pero se me ocurrió que, en un país en el que tan poco se teoriza acerca del relato, podía ser interesante proporcionar alguna información suplementaria sobre el género. Además, en todo caso, quienes muchas veces parecen necesitar orientación no son los lectores sino los críticos, que en su inmensa mayoría no cesan de repetir tres o cuatro tópicos cada vez que abordan un libro de cuentos. Las referencias previas de las que disponen son más bien pocas, desgraciadamente: o eres culturalista a borgeano, o eres de un realismo más o menos carveriano, o eres fantástico cortaziano. No suelen pasar de ahí. Por eso insisto en que, si casi todo el mundo prefiere hablar de novelas, los cuentistas no tenemos más remedio que teorizar sobre nuestro propio género, como llevan haciendo los poetas toda la vida.

        Con El que espera (2000), su primera entrega de cuentos, ¿pretende acercar al lector a unos objetivos literarios concretos?
        Uno nunca sabe qué va a escribir. Los objetivos de un texto, que están ocultos, suelen aparecer por sí solos más tarde, y justifican nuestras intuiciones. Con la teoría pasa lo mismo: consiste en ordenar aquello que, caóticamente, se fue presentando durante la práctica. Una vez reunidos los relatos de El que espera, y esbozado un principio de estructura, me di cuenta de que llevaba algunos años rondando el problema de la espera y sus variantes morales: la paciencia, la esperanza, la desesperación. Y que en aquellos cuentos se repetían con cierta regularidad una serie de recursos, y la búsqueda de unas atmósferas y unos efectos parecidos. El problema es que existe una especie de misticismo en torno a la creación, que parece vetarnos cualquier intento de reflexión minuciosa acerca de ella. A mí los mitos sagrados en torno al arte no me parecen mal, e incluso pienso que pueden ayudar al artista a tomarse en serio su trabajo. Pero no los acepto cuando con ellos se intenta poner límites a nuestra curiosidad o a la  inteligencia.

        Usted ha escrito que este tipo de cuentos se asemejan a un poema en intensidad y concisión; ¿no le parece que eso es confundir al lector?
        ¿Confundirlo? Yo diría que no. Me refiero, sencillamente, a que la narrativa breve comprime su lenguaje, lo economiza al máximo igual  que los poemas; y que sus lectores, igual que los lectores de poesía, atienden intensamente a cada línea, y suelen releer los textos. Esa actitud es diferente de la actitud con la que por lo general leemos narrativa de largo aliento. Además ¿de verdad le parece a usted que es tan fácil confundir al lector?

        Estoy de acuerdo en que «para narrar se requiere decir algo y callar mucho» ¿quiere usted matizar esta afirmación suya?
        Esto tiene que ver con lo que decíamos antes de los tópicos. No es ninguna noticia que narrar es contar algo. Más relevante es la cuestión de cómo se cuenta ese algo, hasta dónde se cuenta, y cuánto ha de callarse. Aquí, en lo omitido, se juega su destino el cuentista. Por eso he escrito alguna vez que contar un cuento es saber guardar un secreto. Siempre me ha parecido cierta la teoría del iceberg de Hemingway, pero conviene recordar que ésta no consiste en que cuanto más datos se oculten, mejor. Sino en que esos datos, cuando se ocultan oportunamente, producen el milagro de fortalecer lo dicho, lo visible. La elipsis afortunada no resta: suma. Agudiza el efecto. Por eso me asombra encontrarme con tanta frecuencia con cuentos que pretenden explicártelo todo: de dónde proviene el personaje, cómo es su familia, dónde trabaja, qué piensa en cada momento... En esos casos, siento tal exceso de información, me veo tan abrumado de datos irrelevantes, que pierdo interés en la historia.

        Usted cita a autores tan diversos como Onetti, Rulfo, Hemingway, Caldwell o Carver para afirmar que ninguno de ellos resuelve sus argumentos, una técnica aplicable al relato y por consiguiente, ¿válidos para una vacilación ante el sentido último del relato?
        Sí, estoy de acuerdo. No digo que un final no deba resolverse, pero sí que, en muchas ocasiones, los finales suspendidos son una resolución hermosa, sugestiva y mucho más honesta: Piglia opina que la novela moderna narra el fin de la experiencia, en su sentido ilustrado. Bien, tal vez entonces el cuento, con sus finales abiertos, ponga en duda la noción misma de sentido, de la unidad del sentido. Tal vez sea por eso que encuentro algo falso en esos narradores que explican demasiado lo que cuentan, como si quisieran engañarme convenciéndome de que las cosas están claras, y de que nuestro destino —el de los personajes—  es lineal, sin dobleces.

        El último minuto (2001) aspira a ese tratamiento narrativo del «último minuto», que usted ensaya en la treintena de cuentos que contiene el libro.
        Es cierto, pero me gustaría insistir en que lo que denomino «técnica del último minuto» es un descubrimiento posterior —o como mucho simultáneo— a la escritura de los cuentos, y no un precepto rígido. La idea es buscar la crisis, el clímax de la historia, y detenerlo, congelarlo trágicamente un instante antes de su desenlace. O, como alternativa, atacar directamente ese desenlace, sin más preámbulos. En ambos casos, la importancia del último minuto es grande. De todos modos, el título del libro no alude solamente a esta estrategia narrativa: también tiene que ver con la proximidad de la muerte, con el momento crucial en la existencia de los personajes. Con enfrentarse a lo terrible, a esos instantes decisivos en que una vida cambia. Y también con la dignidad o el sentido del humor ante las situaciones trágicas.

        ¿Es verdad algo que he leído recientemente, que usted apura la anécdota hasta llegar al abismo?
        Eso lo escribió Ayala-Dip en el Babelia. Bien, es una manera de explicarlo. Digamos que me atraen los abismos, pero me parece más elegante detenerse frente a ellos que caer teatralmente en picado. Creo que así se consigue mejor un clima tenso, inquietante. Además, para precipitarse, o no, ya está el lector: que él decida el último minuto.

        El cuento que mejor ilustra este sentido es tal vez «Un cigarrillo», por lo que nos enseña en ese espacio de tiempo concreto, desde el encendido y el apagado del mismo.
        Tal vez, pero hay otros: «La bañera», «Primera luz», «La chaqueta», «El ahogado».... En realidad, si lo pienso, yo tiendo a escribir cuentos con unidad temporal y espacial, salvo que me parezca que la historia no se sostiene sin un salto. Tengo la impresión de que, si se abusa del «montaje», el cuento pierde intensidad por alguna de las grietas. Aunque la historia de ese cuento sea discontinua, y sus sugerencias largas, mi ideal es que al lector le parezca unitaria, esférica. De todas formas, en el cuento titulado «Un cigarrillo», además de que su tiempo decisivo esté encerrado entre el principio y el final de un cigarrillo, intenté escribir sobre la dignidad ante la muerte, sobre cómo podría afrontarse nuestro último minuto. El personaje, desfigurado por los golpes, sabiendo que está a punto de ser asesinado, decide disfrutar del cigarrillo de clemencia como si se tratara de una última felicidad. Y, cuando lo termina, rechaza el segundo porque sabe que es hora de morir y no quiere empañar el buen sabor de esas últimas caladas. Ésta es una cuestión muy oriental que siempre me ha obsesionado. En El que espera escribí algo parecido, un cuento titulado «Veneno», que transcurre en Tokio. También el primer texto de aquel volumen es una variante irónica sobre el tema. No sé. Si vivir es una variante gigantesca de esperar, entonces es natural que la escritura hable de la paciencia y de la esperanza. Y también, por supuesto, de la desesperación. Y cuanto más pequeña sea la sección de tiempo escogida, más intenso será su análisis, su reflejo.

        ¿Nuestra vida «como los cuentos» se debate entre dos historias, una en primer plano y otra secreta?
        Es posible. Acaso en eso consista el pensamiento literario, desde la alegoría medieval a la mirada burguesa de lo privado y lo público. O, por poner un ejemplo: ¿cómo estar seguro de que usted es realmente quien dice, o si lleva todo la entrevista insinuándome alguna cosa que yo no he advertido? 


… Y en estos últimos años*
Novela
La vida en las ventanas (Finalista del VI Premio Primavera; Madrid, Espasa Calpe, 2002)..
Una vez Argentina (Finalista del XXI Premio Herralde; Barcelona, Anagrama, 2003 y Buenos Aires, 2004).
El viajero del siglo (XII Premio Alfaguara de Novela; Madrid, Buenos Aires, Ciudad de México, Quito y Bogotá, Editorial Alfaguara, 2009).
Hablar solos (Madrid, Buenos Aires, Ciudad de México, Bogotá y Santiago de Chile). Editorial Alfaguara, 2012.

Cuento
Alumbramiento (Páginas de Espuma, Madrid, 2006 y Buenos Aires, 2007).
Hacerse el muerto (Páginas de Espuma, Madrid y Ciudad de México, 2011). 144 páginas,
El fin de la lectura, antología de 30 relatos seleccionados por el propio autor. (Publicado en 2011 por Cuneta, de Santiago de Chile; Estruendomundo, Lima; y Lanzallamas, San José.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario