Alejandro López Andrada
Esto es lo que leemos…
Trufada de hermosas imágenes, con pasajes de sobrecogedora belleza, Los perros de la eternidad viene a refrendar la maestría de un autor que ha sabido forjar un universo narrativo propio, de una plasticidad nada común.
OVAS
Antes de entrar aquí ya estaba muerto. Eso, al menos,
dijeron quienes intentaron reanimarme y, después de varios minutos
infructuosos, me alzaron del barro y, subiéndome en un coche, me trasladaron
con celeridad al hospital. A esa hora, recuerdo, comenzaba a oscurecer, y
aunque la ciudad no quedaba lejos, me pareció que el viaje no acababa nunca.
Cuando uno se muere el tiempo se hace elástico, adquiere de pronto una sutil
profundidad en la que el alma se va descomponiendo y la conciencia cambia de
color: lo que antes era azul se va tornando opaco, y la realidad adquiere un
tono gris.
Todo ocurrió
en cuestión de segundos, y aunque llevo varios días hospitalizado, a pesar del
zumbido que aún silba entre mis sienes y la rigidez que me mantiene inmóvil,
recuerdo lo que pasó con nitidez: aquel latigazo violeta en mi cerebro y el sol
dando vueltas, girando frente a mí como el canjilón de una noria ya oxidada que
agita en la tarde el viento de poniente. No olvidaré jamás esa sensación. Yo
estaba asistiendo al entierro de mi padre, rodeado de mi hijo y algunos
familiares que habían venido de lejos a acompañarnos, y me hallaba cansado, en
un estado deplorable, deseando que todo pasara cuanto antes, afectado por las
circunstancias familiares que en los últimos días había tenido que afrontar,
cuando experimenté un dolor muy extraño. Enseguida, intuí que algo no iba bien.
Observé a lo lejos las ascuas del crepúsculo, como si el cielo estuviera
desangrándose tras la última tapia del viejo camposanto. Luego sentí un
profundo olor de ovas que me trasladó a una escena de mi vida que no he
superado ni superaré jamás.
Fue justo en
ese momento, no lo olvido, cuando noté que empezó a faltarme el aire. Apenas
aspiré aquel efluvio verdinegro, algo se fracturó dentro de mí y volvió a mi interior,
nítida, una imagen que intento olvidar desde hace muchos años, desde que tengo
uso de razón: mi madre tendida, ahogada entre los juncos, flotando en las ovas
del atardecer. Observé su cabello largo, desteñido, su rostro deforme, ya
irreconocible, abotargado y roto por el sol.
De manera
súbita retrocedí en el tiempo y, durante unos segundos, volví a instalarme
allí.
Vi gente corriendo de un lado para otro, varios perros
ladrando cerca de la orilla, números de la benemérita, tricornios, la voz seca
del juez, hiriente como un rayo, ordenando extraer el cadáver de las aguas, y
muchísimas lágrimas, y gritos desolados estrangulando la ocre oscuridad que
empezaba a caer ese atardecer de mayo del año 1964 —cinco días después de mi
primera comunión— alrededor del lago Marigómez, ubicado cerca del sitio en que
nací y viví los años primeros de mi vida: un poblado minero al que tuve que
volver, aunque lo aborrecía desde siempre, hace sólo unos meses, contra mi
voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario