La autora de Criaturas abisales (2011) y Leche (2013), ambos en Libros del Lince, cruzó el
Estrecho de Gibraltar a nado: una proeza mental, más que física. Éste es su
relato.
9 de junio. 3:27 pm. Siguiendo el
protocolo, salto del barco 'Columba' para tocar tierra en la Isla de Tarifa, escuchar el
silbato del juez y comenzar a nadar en dirección a la costa africana. Objetivo:
cruzar a nado el Estrecho de Gibraltar. Unos minutos antes, en el barco,
mientras me untaban la grasa para el frío y las rozaduras, me han preparado
para lo peor, para no llegar. Ante la dificultad del reto, me dicen que ese día
debo disfrutar, que no decaiga si no puedo realizar el cruce completo, que lo
importante es el camino. Yo asiento con la cabeza, muda, temblorosa, quiero
creérmelo, pero sé que éste mensaje de optimismo no va a funcionar para mí. Lo
importante no es el camino porque cuando uno se ha visualizado tantas veces
agarrando la ansiada roca, es difícil conformarse sólo con el trayecto. Llegar
se convierte en una cuestión de existencia, porque me he visto, y no alcanzar
mi propia imagen me parecería como dejar que mi alma vagara en esas aguas para
siempre, sin retomar el cuerpo que ya llegó el día que decidí cruzar, ese
cuerpo mío que me saluda desde Marruecos, que me ha estado llamando durante
todos los entrenamientos y en la noche de muchos sueños. Me coloco bien las
gafas mientras me recuerdo que habrá sufrimiento. Recuerdo también las palabras
de Pepe Ogalla, amigo íntimo de este proyecto, que cada vez que tiene un reto
de gran magnitud me dice "aunque
sea reptando, llego". Entonces salto mientras lo repito
como un mantra: "Aunque sea reptando, llego". Ya estoy en el agua. La
travesía ha comenzado. Vuelvo a verme en África, llamándome, sonriendo,
agitando los brazos para mostrarme el camino. Al cabo de unos 20 minutos
nadando llega la primera sensación de miedo, cuando el color del mar pasa de
azul a negro. No esperaba nadar en un espacio oscuro. Mi elemento es el agua,
me da mucho miedo el aire, los aviones, volar, y de repente me siento en una
especie de atmósfera líquida, sin paracaídas, sin avión, sin alas.
Recuerdo
lo que me había avisado unas horas antes Rafael Gutiérrez, presidente de la ACNEG: el Estrecho de
Gibraltar es uno de los enclaves más estudiados por oceanógrafos de todo el
mundo, y nadie ha podido establecer aún cuáles son las reglas; el Estrecho
parece responder -me dice-, a única teoría, la teoría del caos. Así es. Nada
garantiza el cruce. Son muchísimos los factores que juegan en contra del
nadador. Las aguas del Atlántico pasan al Mediterráneo a través de ese canal
tan estrecho para tanta agua, pero tan ancho para un hombre. Todo un mar
atraviesa ese pequeño capilar, lo que implica el empuje de unas corrientes
temidas -por su imprevisibilidad y dureza-, por todos los nadadores de aguas
abiertas. Además de los vientos y las corrientes, otras cosas pasan, animadas o
inanimadas, por el Estrecho. Por encima navegan los grandes mercantes,
visibles, predecibles, avisados de mi paso en todo momento pero, por abajo,
especialmente en esta época, pasan las orcas, que vienen en busca del atún.
Pienso en todo ello mientras intento recordar que debo nadar tan rápido como
sea posible antes de que cambien las corrientes y me arrastren más allá de
Ceuta, lo cual haría imposible tocar tierra. Pero no es fácil nadar con pensamientos negativos.
Ningún nadador que ha intentado cruzar el Estrecho lo ha hecho sin estar
preparado físicamente. Lo que marca la diferencia entre superarlo o no es el
control mental. Soy consciente de que tengo que controlar el cerebro, pero mi
cuerpo recibe señales desconocidas y es inevitable tratar de identificarlas.
Siento
roces en las piernas, seguramente pequeños peces, pero de repente una gran
punzada en el pie y, segundos después, otra en el cuello. Dos medusas me han
picado. Duele. Temo una reacción alérgica. Me pregunto qué tipo de medusas han
sido. La Carabela
Portuguesa puede provocar la muerte. Me digo que su presencia
es improbable. Sigo nadando, sé que recurrir al botiquín de uno de los barcos
supondría detenerme y dejarme arrastrar hacia la costa española, desnadar lo
nadado. Continúo, pero no tengo buenas sensaciones. Todo sigue siendo negativo
durante la primera media hora. Siento muchísimo miedo. Me pregunto cómo voy a
resistir así seis o siete horas más, qué pasará por mi cabeza cuando nade sobre
ese punto en que sé que bajo mi cuerpo horizontal habrá una fosa vertical de 1.008 metros. Quizá
tenga demasiada información. Habría
sido mejor saber menos. Pero la imagen de mí misma llamándome
alegre desde África siempre regresa. Tengo que juntar mi espíritu con mi
cuerpo, me digo. Entonces miro al lado de mí. No voy sola. Un nadador se ha
tirado al agua conmigo para darme tranquilidad. Eso piensa él. Pero yo sé,
cuando le veo, que él es mi Caronte, no un Caronte de muerte, sino de vida, una
barca en forma de cuerpo que me ayudará a reunirme conmigo misma. Lo había
conocido el día anterior por sorprendente casualidad, si es que estas
casualidades existen. Motivado por su preciosa mujer, Antonio Gil, el más experto nadador en las aguas
del Estrecho, me acompaña. Verle nadar, totalmente integrado
con el mar, deslizándose veloz, sin romper el agua, es lo que, poco a poco, me
aparta del pánico inicial. Y entonces comienzo a escribir, que es lo mismo que
nadar. Empiezo a escribir esto en mi mente, apenas 20 horas antes de sentarme
frente al ordenador. Me imagino a mí misma con una moneda bajo la lengua para
que Antonio me lleve hacia mi vida por la travesía de la línea vital que
comunica Europa, mi pasado, a mis pies, con África, mi deseo, hacia donde
dirijo las yemas de los dedos en cada brazada. Algo más tranquila, me concentro
en mi ritmo cardíaco.
Tengo
pocas pulsaciones. Bien. Inconscientemente encuentro, sobre la marcha, un modo
de relajación: golpeo la lengua contra el paladar dos veces consecutivas, una
más fuerte, y otra más débil, acompasando el sonido a las pulsaciones, así
puedo escuchar que mi corazón va a ritmo tranquilo. Muy bien. Me parece incluso
oír el chasquido de mi lengua contra la moneda. Entonces recuerdo cuando, en la
barquita de mi madre cada verano, para atraer a los cetáceos en alta mar,
dábamos golpes que sonaban de un modo parecido en la amura, piel de madera de
la embarcación. De nuevo el miedo. Pienso que los mamíferos que se deslizan por
algún punto de ese espacio negro pueden escucharme esos latidos y acudir a mí.
Me aumentan las pulsaciones. La
lengua golpea mi paladar más rápido. Vuelvo a mirar a Antonio,
ese Caronte de vida, barquero sin barca. Me acerco a él. Me fijo en su piel,
obviamente afectada por el frío y, sin embargo, nada como si nunca hubiera
pisado la tierra. Continúo de nuevo más tranquila. Tengo dos pulmones igual que
él y, además, me llamo Marina. Después de dos horas nadando, veo que el barco
guía se atraviesa, se para, me corta el paso a unos 300 m de distancia. Sin dejar
de nadar, en cada brazada intento mirar qué pasa interpretando los movimientos
de la tripulación que me acompaña más cerca, en la zódiac. No sé qué ocurre.
Sólo después, ya en tierra, sabría que me protegían del encuentro con aletas no
identificadas, orcas o tiburones. Parece que mi travesía se corresponde con las
subidas y bajadas del oleaje porque, tras el nerviosismo, de nuevo, vuelve la
calma, regresa mi imagen llamándome pero, esta vez, con una señal de verdadera
emoción. Veo el primer buque mercante, inmenso. 'Ottoman Nobility', -me dirían
después su nombre-, un buque turco que transporta combustible. Pero en ese
momento lo que más me importa es lo que el buque significa en mi travesía: estoy ya lejos de la costa española.
Es la primera referencia que me indica que, por ahora, voy venciendo la
corriente. Comienzo a llorar. La zódiac se aproxima por segunda vez para el
avituallamiento. Prohibido rozar la embarcación o la prueba quedará cancelada.
Tampoco se debe parar porque la corriente arrastra. Me lanzan la botella con
los electrolitos, carbohidratos en polvo y medio plátano que me meto de un
golpe para masticar mientras continúo nadando. Me ha dado tiempo de ver las
sonrisas de Fernando y Luis en la zódiac. Esas sonrisas, en una tarde nublada,
son verdadero sol. No es una metáfora. Realmente calientan la piel y los ánimos.
Pero
entonces llega el momento en que Caronte deja de acompañarme. Me veo sola.
Desprotegida. Sin barquero que me atreviese a la orilla desde donde la mitad de
mí me está llamando. Pienso que, si me empiezo a sentir mal, debo acordarme de
llenar mis pulmones de aire tanto como pueda y quedarme así, aletargada, para
flotar sin hundirme hasta que me recojan. Y entonces pienso inevitablemente en
todos aquellos que intentaron cruzar, sin lograrlo, para encontrar una vida
mejor. Ellos están ahí abajo. Preciosos desaparecidos que llenan el cementerio
del Mediterráneo. Otra vez me encuentro en la trampa de mi mente insistiendo en anclarme al
miedo. Vuelvo a golpear la lengua contra el paladar para escuchar mi corazón.
Las pulsaciones han aumentado. Dejo de respirar unos segundos para
tranquilizarme. Veo una bolsa de plástico. No sé si lo recuerdo bien, pero
pienso en el 'Relato de un náufrago' de García Márquez, cuando, en cierto
momento, ve una gaviota y sabe, por primera vez en tantos días, que la costa
debe de estar cerca. Esas bolsas de plástico que siempre he detestado en el mar
por obstruir las tripas de delfines y ballenas, se convierten en otro símbolo
de cercanía a tierra. Cuando vuelven a lanzarme la próxima botella para reponer
fuerzas me dicen entusiasmados desde la zódiac: "¡Mira Marina, ya estás
cerca, apenas tres kilómetros!". No lo puedo creer, había pensado que
tardaría muchísimo más, pero no quiero mirar hacia África. Les digo que no
quiero mirar, porque temo verla, aún, demasiado lejos. Sigo nadando y ya
empiezan los gritos de ánimo, cada vez más fuertes. Sé que debo de estar muy
cerca, pero aún no quiero mirar al frente.
Entonces comienzo a ver caballitos de mar. Manadas de
caballitos de mar. Paro un momento con la cabeza sumergida, flotando bocabajo
para mirarlos. Cómo puede haber gente que los diseque, que los conserve
muertos, me pregunto. Y entonces pasa una enorme tortuga. Y luego cangrejos, y
luego el ansiado fondo marino, roca africana. Sé que mi mitad me está esperando
allá arriba. Los gritos de las embarcaciones se hacen más intensos. No distingo
las diferentes voces, pero tienen la intensidad de un coro. Entonces me atrevo
a mirar por primera vez al frente. África. Y mucho más que eso. Alrededor mío
embarcaciones de azul añil de pescadores marroquís saludándome, aplaudiendo,
gritando también palabras de aliento. Acelero el ritmo. La corriente es muy
fuerte. Estoy llorando tanto que las gafas se me empañan y no puedo ver la roca
que tengo que tocar para que la organización dé por finalizada la prueba. A
tientas toco algo. La piedra. Escucho el silbato que indica que la travesía ha
sido concluida con éxito. Pero yo quiero subir la roca. Me agarro donde puedo.
Después de casi cuatro horas nadando las piernas no me responden muy bien. Pero
allí donde no llegan las fuerzas, llega el entusiasmo. Lo logro. Me pongo en
pie sobre esa tierra que desde niña soñé alcanzar a nado cuando apenas sabía
andar. Entonces me veo. Me abrazo a
mí misma. Me encuentro. El trayecto no era lo único importante,
porque llegar a mi cuerpo era una cuestión de existencia. Me meto en Marina. Me
completo. Salto al agua para abrazar a Antonio Gil, el generoso y anfibio
Caronte que guía a las almas que cruzan el Estrecho hacia sus cuerpos.
©Marina Perezagua
Marina Perezagua (Sevilla, 1978) es autora de dos
libros de relatos:
Criaturas abisales (2011) y Leche (2013; los dos
editados por Libros del Lince.
El próximo otoño publicará su primera novela,
'Yoro'. Ha sido profesora de español en la New York University y otras instituciones de la
ciudad norteamericana, donde actualmente reside, y también durante unos años en
el Instituto Cervantes de Lyon. Se licenció en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla.
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