Beatriz
Mosquera
Nadie tiene por qué saberlo
“Deja que te suceda lo bello y lo terrible.
Solo hay que andar: ningún sentimiento es remoto”.
Rainer
María Rilke
Los
Cardales aparece, perdido en la llanura, a un costado de la ruta que lleva a
Claromecó. Nace y muere con la pulcritud de un mediodía. De las cinco cuadras
ruidosas se pasa a los barrios apacibles, sin transiciones. Cada acontecimiento
de la vida de sus habitantes se desarrolla, en apariencia, bajo la frondosa
sombra de Dios. Los que no aceptan semejante protocolo voltean hacia la rotonda
y siguen el camino recto que los lleva a Buenos Aires. Los otros, los que se
quedan, saben que vivirán con rumbo fijo al deber cotidiano de barrer la vereda
y charlar con la vecina. Algunos de los que se han ido vuelven cada tanto y ya
no pueden entender esa renovada quietud que ayuda a creer en la eternidad que
pregona el padre Alberto. Dalmacia Ortega, no había conocido la felicidad hasta
escuchar aquella voz. Envejecer en un pueblo, sin marido y sin hijos, es como
atravesar una noche agria. Cada tarde, cuando el sol se va perdiendo detrás de
la parra de la galería, Dalmacia empuja la máquina de coser contra la pared y
enciende la lámpara. En esa vida tan ordenada hasta los recuerdos llegan
puntuales. Ella los recibe como a fieles amigos, mientras sus manos siguen
ocupadas. Después de treinta años no tiene problemas en colocar una manga o en
pinzar un saco. Sus manos saben coser mejor que ella y no aceptan órdenes. Más
de una
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vez
ha pensado en dejarlas trabajando y llevarse los ojos a pasear por el río.
Aunque si lo piensa mejor, la espalda y los pies acalambrados de tanto
balancear el pedal de la Singer
también se merecen un paseo. Tan entretenida está Dalmacia, separándose en
partes mientras cose, que se sobresalta cuando Elisa abre la can- cel y entra
vociferando que necesita trapos de colores para Tonio. Otra vez sus manos por
delante buscando en las bolsas de retazos, los mejores para su sobrino nieto.
Elisa repara, con un dejo de ternura, en esas manos ad- miradas por toda la
familia, que han cosido ocho trajes de novia y media docena de mortajas. Va a
hacerle un comentario, su tía se adelanta: —¿Cómo están los mellizos? —pregunta
sin dejar las manos quietas. —Comen, lloran y cagan, dice el encanto de mi
marido. Ahora sí Dalmacia se cruza de brazos, aquieta sus de- dos y la mira un
instante recriminándola en silencio: —¿Qué te anda pasando, Elisa? —En todo caso,
¿qué le anda pasando a mi marido? —Me importás más vos. —Todo sigue igual. Eso
es lo peor. —¿No querés hablar? —No es momento, estoy apurada. Elisa guarda los
trapos, rechaza el mate que le ofrece y sale casi corriendo para esconder las
lágrimas: —Gracias tía, el domingo en casa te cuento. Dalmacia se queda
mirándola hasta que golpea la puerta en la corrida. Apenas diez minutos duró su
única
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visita
del día. Cómo le hubiera gustado poder retenerla, pero la vida de Elisa es un
rosal cargado de espinas. Se acerca a tocarla y recibe un pinchazo. No es mujer
de pensar demasiado en lo que duele sin remedio; prefiere seguir con el tema
que la intranquiliza y, en cierto sentido, la divierte: sus manos. Ellas se han
transformado en una cruz para su alma, le comentará al padre Alberto en cuanto
lo vea. Necesita una larga charla con ese hombre que tantas veces llevó paz a
su corazón. A las siete en punto de la mañana, hincada en el con- fesionario,
bajando la voz hasta el susurro, Dalmacia, llega casi a la blasfemia, sin darse
cuenta: —¿Para qué sirve el alma, padre? —pregunta con esa sencillez rotunda
tan de ella—. La mía anda ronroneando como gato encerrado y se queja de mis
manos. El padre Alberto demora en contestar; esa mujer, con su inapelable
ingenuidad, lo desequilibra sin proponér- selo. Desde que la conoció, jóvenes
los dos, le sucede lo mismo. Dalmacia acerca la oreja al enrejado pensando que
no lo escucha. Cree advertir una sonrisa, apenas di- bujada, en la cara del
cura: —Todo exceso ofende a Dios. Deja tu alma en li- bertad para que goce del
Señor. Siempre has estado en función de los demás; llegó tu hora, Dalmacia.
Como penitencia, nada de rezos, que ya rezas bastante, tendrás media hora de
manos quietas en el regazo, al atardecer. Así te reencontrarás con tu alma y
vivirán juntas en paz. Después de seguir la misa y esperar ansiosa la comu-
nión, Dalmacia sale de la iglesia confundida. Esa peni-
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tencia
no le cierra. Siente que está a punto de hacer algo, capaz de cambiar su vida
entera. El padre Alberto lo des- cubrió y, parece, le ha dado la razón a su
alma. De seguro se lo explicó mal y no terminó de comentarle su última
costumbre de ir separándose en partes. Sus ojos quieren escapar, sus manos se
aferran a la costura y ella no sabe con quién quedarse. Todo ese día sábado
transcurre algodonoso, sin límites precisos. Dalmacia sabe que al atardecer
deberá cumplir la penitencia. Está inquieta, indecisa. Es la primera vez que
enfrenta una penitencia de ese tipo. Llega la hora, se sienta en el sillón de mimbre
de la galería y deposita sus manos sobre las piernas. Las mira de reojo,
parecen dos pájaros dormidos. Espera. Poco a poco sus partes se van uniendo. La
espalda se apoya en el respaldo, las piernas se relajan y sus ojos se disparan
a un rectángulo de cielo donde se va formando una estrella a medida que avanza
la oscuridad. Piensa en su madre, en esa sonrisa única capaz de abarcar al
pueblo entero. Hasta podría afirmar que la ha visto alguna vez deslizarse des-
calza por la galería. Cumple la penitencia con largueza. Una paz desco- nocida
la gana entera. Se persigna. Sus manos cumplen la orden de dibujar la cruz y
vuelven al regazo. En ese momento, Dalmacia lo recuerda con nitidez, escucha
pa- sos en el dormitorio. La puerta de la cocina se abre y se cierra. Gira la
cabeza pero no ve a nadie, sólo la cortina de cañas se parte al medio como
dejando pasar a alguien. Ella ha nacido en esa casa más de sesenta años atrás y
hace diez que vive sola de día y de noche. Conoce sus ruidos
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como
los de su propio cuerpo. Escucha el sonido apagado de unos pasos y el sillón,
que está frente a ella, empieza a mecerse. ¿Y si fuera su madre? Antes de
morir, al verla tan desesperada, le prometió que la visitaría sin que Dalmacia
se diera cuenta. Y ella le cree; su viejita jamás le mintió. Dalmacia, con el
alma pendiendo de un hilo de espe- ranza, trata de tranquilizar su emoción y
dice en voz alta: —¿Sos vos, mamá? Silencio. Sólo se escucha la respiración
agitada de Dalmacia: —No me preocupa verte. A mis pensamientos tampo- co los
veo y me acompañan desde que te fuiste. El sillón se detiene. Dalmacia se
adelanta, tratando de ver lo que no ve. La voz suena cálida, con un dejo de
timidez: —Está siempre tan ocupada… Nunca me atreví a mo- lestarla. . . A veces
hacía un poco de ruido o tiraba un carretel. . . La sorpresa de escuchar una
voz varonil es tan enorme que no puede contener el temblor: —¿Desde cuándo me
acompaña? —No sé. . . Es el lugar del pueblo que más me gusta visitar. Mi
nombre es Juan Cruz La voz suena nítida. El sillón se hamaca. Dalmacia bus- ca
la imagen que no aparece. —¿Por qué no lo veo? —pregunta en un impulso, en-
seguida se arrepiente. Silencio. El sillón deja de moverse. Ella va a insistir
pero queda callada con el corazón doblado dentro de su pecho. —Es mejor que me
vaya. No quiero preocuparla.
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Juan
Cruz se levanta y se aleja. Dalmacia lo detiene como si lo viera: —Espere. Me
gusta escucharlo. ¿De dónde es usted? —Del Chaco… De los montes profundos…
—Nunca estuve en el Chaco —Después que murió mi padre, me vine para acá bus-
cando trabajo. —¿Vivió en el pueblo? —insiste Dalmacia. —En la ribera, bien
hacia el Norte. Había un monte- cito y un aserradero. ¿Se acuerda? —¡Por Dios!
Me está hablando de cincuenta años atrás. —Usted tenía dieciséis. La trenza
hasta la cintura. La sonrisa asomando y el andar de un colibrí. Un golpe de
cordura le estalla en la cara: Aquí estoy muy oronda hablando con un sillón que
se mueve. Rara siempre fui, pero esto es el colmo. Le resuena cercana la risa
de su hermana Isabel, burlándose de sus chifladuras: Vos siempre ves cosas que
no están. Y la voz de la monji- ta: No vueles, niña, borda. Debes vivir con los
pies en la tierra, Dios no nos hizo para volar. Se levanta urgida, corre al
dormitorio. Saca sus pasti- llas para dormir del cajón de la mesa de luz y va
hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cierra con llave la puerta y
vuelve a la cama. Empieza a sacarse la ropa para ponerse el camisón y se
detiene. ¿Y si la estuviera miran- do? Se tira en la cama semivestida, no
quiere pensar, no quiere escuchar, se cubre la cabeza y aprieta los párpados
hasta quedarse dormida.
Beatriz Mosquera
La activa participación de
Beatriz Mosquera como dramaturga en la escena teatral argentina no requiere
presentación. Profesora en filosofía y profesora especial de orientación estética
infantil, tiene más de treinta obras estrenadas y cerca de diez libros
publicados. Fue distinguida con el premio del Fondo nacional de las Artes a
obra unitaria para televisión: "Marta, Luis, y un carro"; por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Bs.
As. por la obra: "El primer domingo"; el Teatro Payro, la eligió en
el concurso de autores nacionales por la obra: "Un domingo después de un
lunes", estrenada en dicho teatro; la Unión Carbide
Argentina con el premio Bienal para Autores de Teatro con la obra: "La
irredenta"; en el Concurso Teatro Abierto 1982, por la obra:
"Despedida en el lugar"; fue también ganadora del primer premio, en
su género y generación, del concurso de teatro organizado por la Universidad de
Columbia de Nueva York en 2001; y ganadora del concurso de obras breves
organizado por el "Instituto de Teatro" en 2001, con "Pintura
fresca". En los últimos tiempos, Mosquera ha acudido al llamado de un
creciente interés por la narrativa: Nadie tiene por qué saberlo es su
segunda novela. Y prepara un libro de cuentos de próxima aparición.
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