Jorge Andrade
ESPECTROS
Un mástil se abre camino entre el bosque
de arboladuras y el campanilleo de jarcias del puerto deportivo. Cuando se destaca
solo en medio de la dársena, veo las figuras de los dos tripulantes que se
afanan izando las velas triangulares, enarbolan la bandera, corrigen el timón.
Desde el muelle, bajo el toldillo del
bar, bebo y observo el espectáculo estimulante de la navegación que ilumina el
sol del mediodía como un foco cenital de teatro.
Elevo la copa en dirección a los
marineros que no se ocupan de mí. Una ráfaga de viento hace flamear el toldillo
sobre mi cabeza y entonces dirijo el brindis hacia mi compañera. Bebo un sorbo,
dejo la copa en la mesa y me concentro en observar la maniobra.
Van con poca vela hasta traspasar la
salida de la dársena y allí, cuando embocan la bahía, echan todo el trapo. El
barco titubea y parece detenerse, como si el sol a plomo lo hubiese clavado en
la superficie del mar. Un tripulante tira del cabo luchando con la resistencia
de la lona; el otro se aferra a la caña del timón, esperando.
Las velas se sacuden alcanzadas por la
misma ráfaga que estremece el toldillo del bar, restallan varias veces y entonces
el yate salta con la proa firmemente dirigida hacia el mar.
Giro la cabeza sonriente y complacido, y
me encuentro con su mirada por encima de la copa que quizá en el instante
previo, cuando yo me abstraía en la maniobra del barco, contestaba a mi
brindis. Ahora, la mirada de la visitante, tan melancólica como siempre, tenía
un tinte de reproche. Tal vez reconvenía mi desatención.
La
superficie de la bahía aparecía rizada. El bote cabeceaba moderadamente y los
tripulantes, a la distancia, se iban pareciendo a las figuritas de marineros
que ilustran las pancartas de señales.
Volví a sonreír apenas, en dirección a
ella, animándola a hablar. Esperando que no hablara.
Bebía. Observé el círculo húmedo que su
copa había dejado en el tablero de la mesa.
“Mis hijos. Nuestros hijos”, corrigió y
sus ojos me interrogaron.
Asentí.
“Porque tú me decías que los considerabas
tuyos.”
Asentí otra vez, entornando los párpados.
Su mirada cambió. Ya no contenía
reproche, aunque sí su melancolía acostumbrada. Curiosamente, mi respuesta
afirmativa no la animó. En cambio afloró en ella una luz amarga.
Tal vez desde que se sentó ante mí en
esa mesa, sus ojos estaban cargados con la acidez del escepticismo. La
melancolía de antaño, pero ya no la ingenuidad de quien espera sino el
desabrimiento del que perdió la esperanza.
Dilaté los ojos a modo de pregunta, de
pedido de explicaciones.
“Tal vez cambiaste de opinión.”
“No.”
“Pero te fuiste.”
No podía negar. Ella había apoyado la
copa en la mesa. Aproveché otro cambio de viento para vigilar el velero. Se dirigía
a buena marcha hacia la embocadura de la bahía. Ya no se distinguía a los tripulantes
achatados por el sol del mediodía, a no ser por unas repentinas manchas de
tinta que arrojaba el viento cuando cambiaba la combadura del paño y las
minúsculas sombras se interponían entre la luz y la vela como un eclipse de
luna.
La brisa porfiaba con el toldillo del
bar. Giré la cabeza. No estaba. Quedaba el rastro húmedo de su copa en la mesa.
Hice lo que tenía que hacer, contemplar
la realidad: el yate que salía de la bahía y penetraba en mar abierto. La vela
navegaba solitaria en el agua. El casco apenas emergía cuando remontaba el lomo
de las ondas. El yate flotaba por momentos como las palmeras de un oasis, al
confín del horizonte, flotan en el espejismo de la arena.
El viento, que iba y venía, sacudió el
toldo. Miré otra vez a la mesa. Ahora que había vuelto quise explicarle lo
inexplicable: la necesidad de irse, la necesidad imperiosa de seguir camino.
Antes de que yo hablara –o quizás hablé
sin saberlo- negó en silencio. La negativa pareció el reconocimiento descorazonado
de la imposibilidad.
Traté de argumentar que una cosa no
implicaba la otra. Que andar no quería decir abandonar y si no ¿qué mejor
prueba que este reencuentro?
El toldo y el barco me distrajeron un
momento, y cuando volví a mirar para decirle cuál era mi pensamiento ya no
estaba otra vez. Sólo permanecía la aureola de humedad sobre la mesa.
Un golpe de viento que agitó el mar y la
vela allá al fondo llegó hasta el muelle. Me volví para mirar. Entonces dijo:
“El reencuentro fue una obligación. No
habíamos completado la tarea. La línea recta dejaba el futuro al frente y el
pasado atrás como alimento falso del futuro. Ahora el tiempo se cerró sobre sí
mismo.”
“El círculo del tiempo, racionalicé
pensando en el ‘Big-crunch.”
Sonrió con desgano, adivinando mi
pensamiento. Siguió sin inmutarse:
“No hay nada, en el futuro no hay nada.”
Ya no sonrió. Me miró por encima de la
copa con su mirada melancólica y ya, definitivamente, amarga.
La brisa estremeció el toldillo. Dirigí
la vista al mar. El barco había desaparecido. Por un instante, en la línea del
horizonte creí divisar el extremo del mástil y la vela.
Espectros.
Miré a la mesa. Fui a tomar mi copa. Mi
mano se escapó más allá. La arrastré por la mesa. Tanteé con las yemas la aureola
de su copa.
El viento había secado el rastro.
Jorge
Andrade, narrador y ensayista argentino, ha publicado numerosas novelas, entre
ellas Los ojos del diablo, por la que
obtuvo el premio internacional Pérez Galdós en España, Proyección en 8 mm
y blanco y negro, saga familiar que transcurre durante el primer gobierno
de Perón, y Desde la muralla, ficción
anticipatoria de la crisis sistémica del capitalismo que se vive en nuestros
días.
Es autor, además, de la colección de cuentos Ya no sos mi Margarita y del libro de ensayos Cartas de Argentina y otros ámbitos.
Fue
colaborador del diario El País y de las revistas literarias El Urogallo y Cuadernos
Hispanoamericanos, de España, así como del diario La Nación, de Argentina.
Economista,
profesor de adultos, crítico literario y traductor, vivió treinta años en España,
Inglaterra y Portugal. Actualmente reside en Buenos Aires, su ciudad natal.
Recientemente
publicó su nueva novela: Vida retirada.
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