OTOÑO
Cada nuevo otoño me devuelve a la memoria
ese libro soñado, ese libro total de Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca (1975), una de
sus novelas de mayor riesgo formal, y cuyo ritmo, y el propio sonido de las
palabras decidieron al colombiano a romper una moderada tradición y estructura para
sustentar un arrollador relato caracterizado en gran parte por la grandiosidad
del lenguaje. García Márquez utiliza un narrador omnisciente, que no es uno
solo; en realidad, somos quienes asistimos al derrumbe del dictador y la imagen
de una patria que semeja un círculo dantesco, comparable al infierno de la Divina Comedia, aunque en
parodia tropical, y comienza precisamente un lunes en la madrugada cuando “la
ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto
grande y podrida grandeza… No tuvimos que forzar la entrada, pues la puerta
central pareció abrirse al solo impulso de la voz”.
Trescientas páginas cuya lectura se
convierte en un avasallante documento, poblado de allanamientos a la
imaginación, convocados a ese lugar común: la ficción; un texto con pulso y
tensión. En mitad de un ritmo pausado, constatamos lo que ya sabemos, lo que
aun está por venir porque el lector se sumerge en un mundo caótico, de
contornos que recuerdan al clásico Gargantúa
y Pantagruel, y un acertado intento por recordar al poeta fallido o tímido
que pretendiera el colombiano, el García Márquez adolescente ensayó poemas, fue
lector del Siglo de Oro español e imaginó convertirse en el nuevo Rubén Darío,
pero se decidió por la prosa, y escribió primero cuentos, reportajes en prensa,
y después grandes novelas. Y 40 años después, El otoño del patriarca aun aporta la visión permanente de la
literatura sobre los dictadores en la América Latina.
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