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lunes, 14 de septiembre de 2015

Desayuno con diamantes, 52



                         EL ÚLTIMO AMOR DE KAFKA

   El nombre de Dora Diamant (1898-1952) ha quedado unido en la memoria por el año de juventud que pasó junto al hombre que amó y murió junto a ella, un escritor apenas conocido entonces llamado Franz Kafka.



     Franz Kafka es, tal vez, el escritor más importante de nuestro siglo. Su vida se traduce en una de las paradojas más surrealistas: judío de nacimiento, alemán de lengua, checo de cuna, y el símbolo más desarraigado de la figura de un escritor. Autor de cuentos, sus novelas más importantes aparecieron tras su muerte. Su obra, para algunos, es la meditación acerca de la ausencia de un ser como Dios o la inagotable interrogante sobre el poder y la burocracia, aunque para otros puede ser la apocalíptica visión de un futuro entonces inmediato. Lo que determina la escritura de Kafka es esa necesidad absoluta de librarse de escribir página tras página. Lo mismo que las voces, los gestos, los rostros que a diario observa el escritor deben ser reducidos a la precisa sensación de la palabra, de la frase o del fragmento, según el pulso riguroso que se le exige a la letra,  Kafka escribe para vivir y quizá por este motivo el paso de los hechos a la escritura, a la palabra, en concreto, sirven para identificar la gravedad que presentan sus textos o para percibir el sentido último que parecen augurar. Quizá por todo esto, nunca llegaremos a saber si El castillo (1926) es una crítica metafórica del poder o una simple novela de aventuras, con grandes dosis de humor, o, incluso, si La metamorfosis (1915) es una simple novela realista o la interpretación de una profunda pesadilla en un excelente tono y atmósfera literaria, incluso si un texto como El proceso (1916) encierra una burla a la moderna burocracia tan bien conocida por el escritor.
        Estas obras y las legadas tras su muerte, muestran la historia de un desgarro provocado por la contradicción que suponía en Kafka la dicotomía entre lo que quería ser: un escritor, y lo que representó, en realidad, en toda su vida: un oficinista.

Hace 80 años
        En marzo de 1924, Franz Kafka, había vuelto a Praga después de haber pasado unos meses en Berlín, junto a Dora Diamant, a quien había conocido el año anterior en Müritz (Báltico). Allí, la joven Dora, había visto a un misterioso hombre moreno, alto guapo, cuya cara estaba rodeada de una angulosa mata de cabellos negros como el azabache. El hombre andaba a pasos grandes, un poco tambaleantes. Era evidente que no era alemán, era extranjero como ella, pero no podía segurar de dónde procedía. Durante una de las cenas en la colonia donde pasaba sus vacaciones y prestaba sus servicios, Dora, que se había sentido fascinada por la figura de aquel hombre, supo que era el doctor Kafka, de Praga, el invitado de honor que se alojaba en un hotel cercano, Haus Gluckauf, y pasaba unos días con su hermana y sus sobrinos y, además, estaba soltero. Aquella noche Kafka que se había pasado media vida intentando aprender hebreo le pidió a Dora que leyera en voz alta porque supo que ella había aprendido el aleph-baiz, el alfabeto hebreo, cuando era niña.
        Dora admiraba, desde el principio, muchas cosas de Franz Kafka. La joven era natural, estaba sana, era bonita y apenas si tenía complicaciones, vivía lo que se consideraba una vida auténtica que conducía a una liberación espiritual. Kafka era un hombre único y extraordinario, alguien especial. También era elegante y refinado, algo juguetón y gracioso, pero muy reservado. Kafka había ido al Báltico a recuperarse de una enfermedad grave. Había superado una neumonía, además de la tuberculosis que le afectaba desde hacía cinco años. El último año lo había pasado en la cama. En realidad, ese viaje a Müritz, era «una corta prueba para el viaje más grande», Kafka había decidido viajar a Palestina. Ese era el sueño que compartían Dora Diamant y Franz Kafka: emigrar a Palestina. A los pocos días de conocerse ya hablaban entusiasmados de hacer el viaje juntos, pero antes mientras pasaba el verano, Franz Kafka se negaba a volver a Praga y hacía planes con Dora para trasladarse a Berlín como ese lugar de paso hasta la tierra prometida. Fue entonces Dora le brindó una solución: ella había vivido en Berlín, conocía la ciudad y podía buscar una vivienda barata y ayudarle a instalarse. Dora se había matriculado en la Academia de Estudios Hebreos a la que el propio Kafka quería asistir. En septiembre de 1923, Dora tenía la esperanza de que Kafka estuviera en Berlín para celebrar juntos el año nuevo judío. Él había pagado el alquiler correspondiente a los meses de agosto y septiembre en la vivienda de la Miquelstrasse. El 21 de septiembre, Kafka partió de Schelesen camino de Praga para por fin hacer las maletas que lo llevarían a Berlín. No se tiene documentación de los primeros días de Dora y Franz en Berlín, aunque se puede suponer que Dora se instaló en el piso de la Miquelstrasse desde el principio. Desde el punto de vista económico, Kafka no podía haber elegido un momento peor para trasladarse a Berlín. El coste de la vida se incrementaba un veinte por ciento todos los días. 

     «Haber vivido con Franz un solo día significa más que toda su obra, que todos sus escritos», afirmó Dora cuando ya se había consolidado la fama de Kafka como genio literario. Los apuros económicos llevaron a la pareja a buscar un piso cerca de la Grunewaldstrasse. Y allí se mudaron a partir del 15 de noviembre. El 25 de noviembre, Ottla visitó a su hermano en Berlín y le llevó, de paso, sábanas y ropa de invierno, además de dinero. Dora y Ottla sintieron una mutua admiración desde el principio, porque tenían mucho en común además de compartir opiniones políticas y sociales similares. Cuando la hermana de Kafka volvió a Praga se encargó de que les enviaran varios paquetes con alimentos a la semana y dinero con regularidad. Kafka escribió en Berlín como había escrito en el invierno de 1917-1918, en la minúscula casa que Ottla tenía entonces en la calle Alchemist, de Praga. Solía escribir bien empezada la tarde y por las noches, después de cenar, hasta bien pasada la medianoche y así durante días. Por primera vez en su vida no deseaba estar solo mientras escribía y le pedía a Dora que se quedara con él en la habitación.  Poco antes de la Navidad, Kafka había sufrido una recaída con fiebre incluida.  Durante las dos primeras semanas de enero, Kafka tuvo fiebre todas las noches y Dora quería llamar al médico. El 1 de febrero se cambiaron a una nueva vivienda de un solo dormitorio en el distrito de Zehlendorf. Se ha llegado a saber que Dora quemó obras de Kafka mientras vivían en Zehlendorf, aunque tampoco lo quemó todo. Salvó muchos de los cuadernos que contenían los últimos diarios de Kafka escritos durante sus paseos por Berlín. El último día de febrero, de un año bisiesto, el doctor Lowy estaba de visita en Berlín. Cuando visitó al escritor, no le gustó el estado físico en que se encontraba su sobrino e insistió en que abandonara Berlín, pero ni Franz ni Dora aceptaron el pronóstico. Una segunda opinión del doctor Nelken, conocido de Dora, apenas cambió el diagnóstico y se limitó a prescribirle algo para aliviar la tos y otros síntomas.

El final
        De la Clínica Universitaria de Viena a donde habían llegado Dora y Franz el 11 de abril de 1924, se trasladaron al sanatorio privado del doctor Hoffmann en Kierling, un lugar especializado en tratamiento de enfermedades pulmonares que tenía muy buena fama. La habitación era sencilla y limpia, las paredes eran completamente blancas y desde allí Kafka podía ver los atardeceres, los rayos de sol que atravesaban los árboles y sobre todo podía estar mucho tiempo al aire libre. Durante todo este tiempo los padres de Kafka le habían pedido a Dora, cuya existencia les había desvelado Max Brod, que los mantuviera al corriente del estado de su hijo. Durante las semanas que el escritor permaneció en el sanatorio su salud se deterioraba por momentos y pronto Dora llamó a Robert Klopstock, amigo personal de Kafka, para pedirle una segunda opinión. Robert dejó sus estudios sobre el tratamiento pulmonar para encaminarse a donde se encontraba el amigo. El 26 de mayo Dora escribió la última postal a los padres de Kafka. El último día de su vida Franz Kafka se sintió mucho mejor. Por la mañana trabajó en las galeradas de Un virtuoso del hambre y cuando Klopstock volvió de la ciudad comió fresas y cerezas, las olió durante un buen rato y disfrutó de su fragancia. A las 4 de la mañana Dora subió a despertar a Robert porque «Franz respira muy mal»— le dijo al amigo. Cuando Robert reconoció al escritor se dio cuenta del peligro y ya no se separó de él. Durante toda su vida de enfermo había afirmado que «estaría contento de morir» si no tuviese demasiados dolores. Pero su sufrimiento fue atroz y la mañana del 3 de junio pidió morfina. Le inyectaron dos dosis y cuando éstas empezaron a hacerle efecto se sintió feliz. Se durmió y se despertó en los brazos de su amigo Klopstock, a quien, de repente, le dijo: «No me abandones». «No, te abandono», —respondió Klopstock. Cuando Dora entró en la habitación con un ramo de flores, se las acercó a la cara y le dijo: «Franz, mira qué flores tan bonitas... ¡huélelas!». El moribundo, ante los ojos atónitos de la enfermera, levantó una vez más la cabeza, olió las flores. Mientras Dora lo sostuvo, escuchó el tenue sonido de su corazón hasta que dejó de latir. La agonía de Kafka, señala Kathi Diamant, autora de la biografía que reseñamos, había llegado a su fin, y la de ella (Dora) acababa de comenzar.

La memoria de Dora
        Dora Diamant. El último amor de Kafka (Circe, 2005), de Kathi Diamant reconstruye la relación de Kafka con el tercer y definitivo amor en vida del autor checo. El nombre de Dora ha quedado en la memoria por un solo año de su juventud, aquel que pasó junto al hombre que amaba, un abogado checo, enfermo que más tarde se convertiría en unos de los iconos literarios del siglo XX. Después de la muerte de Franz Kafka—según constata Kathi Diamant— transcurridos dos meses, Dora desapareció de Praga una mañana de agosto y se marchó a Alemania en tren. La Escuela Nacional de Teatro de Berlín se tradujo en un nuevo plan para reconstruir su vida. Dora conoció a su futuro marido, Lutz Lask, en su propio piso cuando lo puso a disposición del Departamento de Agitación y Propaganda de Berlín-Brandenburgo cuando impartía un curso sobre teoría marxista. En el registro civil berlinés figura que el jueves 30 de junio de 1932 se celebró el matrimonio del economista Ludwig Johann Lask de Berlín-Lichterfelde y la actriz Dwojra Dymant de Berlín. El último día de febrero de 1933, cinco días antes de cumplir treinta y cinco años, Dora se convirtió en una ciudadana criminal sujeta a la pena de muerte por sus actividades ilegales como miembro del KPD. El jueves 1 de marzo de 1934, tres días antes de cumplir treinta y seis años, Dora dio a luz una hermosa niñita a quien puso el nombre de Franziska Marianne Lask. Inició una nueva vida en Moscú y poco después se encaminó a un largo peregrinar por algunas de las ciudades principales de Europa hasta llegar Inglaterra, donde fue confinada en el norte de Londres junto a su hija y centenares de mujeres y niños alemanes que habían llegado a la isla huyendo del nazismo. La sombra de Franz Kafka sirvió para que una estudiante polaca averiguara que Dora estaba confinada en la Isla de Man. Fue Dorothy Mary Emmet, una extraordinaria mujer, graduada en Oxford quien consiguió sacar a Dora y Marianne de su aislamiento para traerlas a su casa y ofrecerles protección y alojamiento. Durante este tiempo llevó a cabo una abundante producción literaria en yidis. El 15 de agosto de 1952 Dora Dymant entró en coma en el hospital Plaistow de Londres y fue enterrada unos días más tarde, el 18 de agosto, en el cementerio de la United Synagogue de la calle Marlowe, en el East Ham, de Londres. La historia de Dora no acaba con su muerte porque en octubre de 2002, Klaus Wagenbach, experto en Kafka, encontró numerosos papeles escritos por Dora que olvidados habían estado desde siempre en su archivo. Quedan pendientes las setenta cartas que Dora escribió a Max Brod tras la muerte de Kafka y las treinta y cinco que Kafka le escribió a ella, además de diarios y cuadernos del último año que pasaron juntos.

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