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EL MEJOR DE LOS MUNDOS
Quizá
para definir el estilo de El mejor de los mundos (2002), la última
entrega narrativa de Quim Monzó (Barcelona, 1952), podamos servirnos de un
término tan elemental y preciso como es el realismo, en su acepción más
genérica y universal, es decir, aquel que contribuye a pensar en toda una
tradición literaria anterior y hunde sus raíces en los autores de finales del
XIX y principios del XX, y más concretamente en el detalle insignificante de
Chejov y lo omnímodo importante de Kafka. Pero Monzó, al margen de referencias
literarias, ha conseguido un mundo propio o tal vez un mundo diferente, con
detalles tan irreales de nuestra realidad que sólo así justifican su literatura
en la actualidad. Lo que el lector encontrará en las sucesivas historias
contadas es toda una galería de enormidades, una tragicomedia o visión
horrorosa de nuestras actitudes ante lo tangible y lo intangible, así como el
lumpen humano vivido a diario en nuestra cotidianidad, con esas grandes dosis
de sarcasmo que derrocha el escritor catalán y que se traducen en su literatura
en una visión mediocre y un hastío del cotidiano vivir con excentricidades y
enormidades incluidas; lean sino la historia familiar con cáncer incluido de
toda una saga, la convivencia humana y mortal del protagonista de uno de los
relatos con un cadáver en su propia casa o las peripecias de un violento
conductor que provoca un accidente y desencadenas otros muchos horrores.
El libro está dividido en tres partes:
la primera formada por siete relatos de variada extensión. Sobresalen el
estremecedor «Mi hermano», que abre la colección y contribuye a agrandar ese
aire realista del que hablábamos, y sobre todo «Mamá» un espléndido ejercicio
sobre la capacidad del lenguaje y las relaciones humanas. La segunda parte está
formada por una novelita de casi cien páginas que tendría entidad para editarse
por separado y que cuenta la vida angustiada de un poeta catalán que, año tras
año, confía en obtener el Nobel y cambia periódicamente, del mismo modo, de
vida y de vivienda, actitud que incluye nuevos proyectos, nuevos vecinos,
reiteradas variaciones al discurso porque el título del cuento es «Ante el rey
de Suecia», en realidad, un pequeño ensayo sobre lo obsesivo cotidiano de
nuestra sociedad que, en ocasiones, degenera en locura. En la tercera parte,
seis cuentos más que resultan breves y la intensidad decae algo con respecto a
las dos partes anteriores, aunque la tensión dramática, la crueldad, la
insolidaridad humana y la violencia resultan tan eficaces en estos relatos que
no resta un ápice a la capacidad inventiva de Monzó. A resaltar «El niño que se
tenía que morir», el más lírico, el más cruel, el más íntimo para mostrar la
psicología infantil o el mundo de la infancia con sus dificultades.
El mejor de los mundos es
una excelente muestra sobre la superficialidad humana o una crónica sobre el
diario convivir, extrañamente posible y enmarcado en un realismo tan absurdo
como creíble, tan poco estimulante como amargo, pero con una fuerza creativa
que pocos autores consiguen. En este caso Quim Monzó se supera y logra no sólo
estimular al lector sino sacudirlo en la base de sus cimientos más elementales
que sólo podrían justificarse por la jocosidad de muchas de las
situaciones.
EL MEJOR DE LOS MUNDOS
Quim
Monzó
Barcelona,
Anagrama, 2002
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