Manuel
Talens
«Que mis personajes tengan carne,
sean criaturas casi tangibles, es una manera de crear vida».
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Asun Harguindey
La
narrativa de Manuel Talens (Granada, 1948) posee la fuerza verbal y la
capacidad de recreación de un mundo propio y esta es una característica que no
deja de sorprender en el panorama narrativo de este final de milenio. En La
parábola de Carmen la Reina
(1992), y que Tusquets reedita con gran acierto, se cuentan las cosas de
numerosos personajes que viven a lo largo de todo un siglo en un pueblo perdido
de las Alpujarras granadinas. Con Venganzas (1994), su siguiente obra,
relataba con malévola intención los difíciles años de la guerra civil y el
posterior franquismo y con la novela Hijas de Eva (1997), el
autor granadino cambiaba de escenario para contarnos la crónica de la ciudad de
Valencia y su comarca, en un relato tan divertido como brillante.
—Hace unos años, cuando apareció la
primera edición de La parábola de Carmen la Reina, algún crítico la calificaba de novela
total. ¿En qué medida se ajustaba este calificativo a su novela o hasta qué
punto pretendía ser eso precisamente?
Es evidente que esa fue mi intención,
escribir una novela total. Se trataba de crear un mundo autónomo, con su
propias leyes independientes del mundo real, si bien conectado con las
circunstancias históricas españolas del siglo XIX y de principios del XX, que
era el período en que se desarrollaba la novela. Pero ya sabe usted que en esto
de narrar una cosa son las intenciones y otra el resultado. Las bibliotecas
están repletas de grandes obras fallidas. Hasta que empezaron a salir las
críticas estuve con el corazón en vilo.
—Cuando uno comienza a leer esta novela,
si recurre a un mapa, ¿localiza rápidamente el pueblecito alpujarreño de
Artefa?
A estas alturas, una vez que la crítica
ha advertido que Artefa es un pueblo de ficción, creo que ya no vale la pena
seguir con mistificaciones. Cuando escribía la novela empecé trabajando con
Órgiva, que es donde nació mi abuela, pero pronto me di cuenta de que el mero
hecho de su existencia me coartaba la libertad de hacer con el territorio lo
que me diera la gana, de manera que me inventé un pueblo, que se llamó Artefa
como podría haberse llamado cualquier otra cosa. Luego, conforme avanzaba en la
composición, y ante la avalancha de personajes que incluso a mí se me mezclaban
en la cabeza, decidí crear los cuadros genealógicos para guiar al lector. El
paso siguiente fue construir a ordenador las tablas de la ley con el texto de
la parábola escrito en hebreo y, luego, un mapa de las Alpujarras, de aspecto
antiguo y con apariencias de realidad, que incluyó a Artefa junto a Trevélez.
Fue un puro juego, muy agradable, en el que la textualidad alcanzaba a las
imágenes. Un lector de Salamanca me contó años después que anduvo todo un día
con su mujer por las Alpujarras en busca de Artefa, hasta que lo sacaron del
error. En esta edición de Tusquets, ya puestos a mentir, he decidido contaminar
de ficción también la portada, y la figura que aparece, Carmen la Reina simbólicamente
crucificada, pertenece a la
Casa- Museo de Carmen la Reina, en Artefa. ¡Incluso el Ayuntamiento nos ha
dado permiso para reproducirla! Ahora sí que es una novela total.
—La estructura de este relato recuerda a
todo ese tipo de sagas que provienen de la literatura hispanoamericana y que
tan buenos resultados han dado a sus autores. ¿Con este primer intento quería
aproximarse a esa narrativa de aire mítico?
Un amigo mío, chileno, dice que
Hispanoamérica empieza en Despeñaperros o bien que Andalucía se termina en el
cabo de Hornos. ¿Qué significa esto? Pues que estamos muy emparentados en la
manera de narrar, somos primos hermanos, lo cual no significa que las sagas las
hayan inventado ellos, ni nosotros tampoco. Conté la historia de Artefa de esta
manera y no de otra porque en aquel tiempo me pareció que era la mejor técnica
para darle forma a lo que deseaba transmitir. Hoy, quizá, tomaría otro camino,
pero es que todos evolucionamos, lo cual es una bendición, ya que si no, sería
muy aburrido, un poco como si los Rolling Stones siguieran utilizando
«Satisfaction» o «Sympathy for the Devil» como base de sus conciertos. No es
que uno deba renunciar a su pasado, sino asumirlo y pasar otra cosa. Y en
cuanto a la segunda parte de la pregunta, en la Parábola no me basé en el
mito, sino en la historia, contándola desde el punto de vista de los eternos
perdedores y ajustándola a una visión paródica de la religión católica, lo cual
marca una diferencia fundamental con el realismo mágico. A toda novela se le
pueden aplicar diversos tipos de lectura, lineal, simbólico, anecdótico,
intertextual, etc., pero está claro que la lectura de la Parábola pierde muchos
enteros si no se conoce el catolicismo, con toda su carga de represión, y la Biblia, que es su libro
fundador. De hecho, la Parábola
no es otra cosa que una Biblia blasfema, anarquista. Ese componente siniestro
de la Iglesia
católica no existe en Hispanoamérica, por suerte para ellos, aunque a mí me
haya servido para crear un mundo novelesco, y en eso, ya puestos, he de estarle
agradecido.
—¿La novela se convierte en un documento
generacional de claros tintes realistas
o galdosianos?
A mí Galdós me parece una novelista
formidable, y Clarín también, tan grandes como Balzac o Flaubert. Uno no puede,
aunque quisiera, renunciar a la influencia de sus lecturas. Siempre ha sido mi
intención, y me complace que un crítico lo dijera, que mis personajes tengan
carne, sean criaturas casi tangibles, es una manera de crear vida, aunque sea
de papel, pero no creo que la
Parábola sea realista, ni tampoco histórica, a pesar
de que bordee la historia, a menos que
alguien me demuestre que en la vida real a la gente se le aparece la Virgen de las Angustias,
que Gabriel Porra asesinó al general Prim o que llueve mierda sobre un pueblo
como castigo por sus pecados.
Claro, esta novela está escrita desde
unos presupuestos políticos muy evidentes.
Qué le vamos a hacer, yo soy materialista y creo que muchas cosas tienen
que cambiar, a pesar de las mandangas del final de la historia, del llamado
centro reformista o de la tercera vía de Blair, que triunfan ahora. El siglo
XIX trajo consigo la desaparición definitiva del feudalismo y el triunfo de la
burguesía, pero también el reconocimiento popular de que era preciso cargarse a
esa misma burguesía acaparadora de bienes y tomar el poder. Es bien conocida la
polémica entre comunistas y anarquistas a propósito de tales cuestiones, y
mucho más aún el fracaso posterior de la Unión Soviética, que
supuestamente era la dictadura del proletariado, pero que en realidad fue la
dictadura de una nueva burguesía burocrática, la del PCUS. El proletario en la URSS siguió viviendo casi tan
mal como con los zares. De ahí, quizá, mi debilidad por los anarquistas, por
muy utópicos que parezcan y por muy mal que les haya ido, y de ahí el grito
desgarrado del doctor Lucas Toledano al final de la Parábola, cuando
comprende que los bolcheviques están tomando el Palacio de Invierno. Y es que
las revoluciones, al menos hasta ahora, han empezado a fracasar en el momento
de la victoria. Lo cual no quiere decir que yo me trague los cuentos chinos de
Fukuyama.
—Sobre
Artefa planea siempre la muerte. ¿La ironía de la vida consiste en el grado de
provocación que uno es capaz de llevar a cabo, como le ocurre a muchos de sus
personajes en la novela?
La muerte es una consecuencia natural de
la vida o, dicho de otra manera, la vida es una enfermedad que se cura con la
muerte. No hay más que eso, todo lo demás, el cielo, el infierno, Dios,
Satanás, la fe o la resignación cristiana, son ganas de engañar al prójimo y de
negar a otros el disfrute de los bienes de este mundo. Asumido lo cual, la
provocación y en enfrentamiento son las únicas armas que quedan para tratar de
cambiar la realidad material de la existencia.
—Su siguiente obra, que era un conjunto
de relatos, Venganzas (1994), volvía a ser una especie de ajuste de cuentas.
¿Le había quedado en el tintero por contar algo más de un tiempo sombrío?
El trabajo creador, tomado en el sentido
de la praxis, no es otra cosa que un dar salida a las inquietudes, a los
complejos o a los fantasmas que nos agobian. Cumplida la etapa decimonónica de la Parábola, me
apeteció dar salida a mi opinión particular sobre la guerra civil, una época
que no conocí, pero cuya presencia agobiante, susurrada al calor del brasero
por miedo a las represalias, marcó la infancia de toda mi generación. Como no
creo en la violencia física, Venganzas fue mi particular desquite contra
el franquismo. Nunca volveré a escribir sobre ese asunto, ya lo tengo resuelto,
porque para mí, la escritura es una especie de aspirina.
—Su segunda novela Hijas de Eva
(1997) vuelve a ser un relato-río, ambientado esta vez en Valencia y sus
cercanías a principios de siglo, aunque la estructura cambia en cierto modo.
Sí, a principios de esta década que se
acaba me instalé en Valencia. Hijas de Eva, que recrea toda una época
valenciana de principios de siglo, fue al mismo tiempo un propósito asumido de
integración personal dentro de esta sociedad (ya que para amar hay que conocer
y, para mí escribir es un acto de conocimiento) y un análisis de la condición
de la mujer dentro de un mundo hostil creado por los hombres y para los
hombres. La novela estaba estructurada en dos partes, una en Valencia y otra en
Granada, y abarcaría prácticamente hasta la actualidad. Pero llegado al final
de la etapa valenciana se me ocurrió parar ahí y escribir el resto en otra
ocasión. Por eso Hijas de Eva tiene un final abierto, con Fausta y
Rosilda camino de Granada. Es un final muy de mi gusto, ya que la mayoría de
los aconteceres de esta vida, al igual que en Hijas de Eva, quedan inconclusos
o no nos enteramos de cómo acaban. La única conclusión real es la muerte.
—De nuevo la ironía y la frase larga
con distintos registros se convierte en la característica esencial del relato.
¿Ambos artificios son consustanciales a su peculiar manera de narrar?
Me gustan las frases sinuosas, ricas en
adjetivos, con oraciones subordinadas que marcan las matices. Para mí, que soy
andaluz y por lo tanto muy oriental por cultura y por tradición, las palabras
tienen olores y sabores, incluso tacto. Leo siempre lo que escribo en voz alta
y, si no me suena como una vals, lo cambio. Esto hoy está cambiando, por la
influencia de la televisión y del mundo audiovisual en general, que empobrece
el lenguaje y lo convierte en algo chato y telegráfico. Una buena parte de la
actual narrativa escribe de esa manera esquemática, muy eficaz por otra parte.
Lo cual no es una crítica, ni mucho menos, porque sé que cada tiempo histórico
tiene su manera de expresarse y ante eso no hay más que hablar En cualquier
caso, creo que mi generación, y quizá la inmediatamente posterior, son las
últimas capaces de escribir cualquier dictado con todos los acentos en su sitio
y sin faltas de ortografía. Por mi parte, escribo como me enseñaron, eso es
algo que no se puede evitar, el destino de cada persona se decide en la
infancia, los cual no significa que yo sea fatalista, sino que todos solemos
hacer lo que nos dictan nuestros genes culturales, eso que ahora llaman memes.
—¿Cuánto hay de tradición en su obra, me
refiero a ciertos tonos de picaresca, el anticlericalismo y el realismo del
XIX, los romances de ciego...?
Hace unos días leí una entrevista que le
hicieron a Alain Finkielkraut, en la que afirmaba que la escuela debiera ser la
institución conservadora por excelencia, porque su misión es integrar a los
niños en un mundo mucho más viejo que ellos. Si nos olvidamos por un momento de
la connotación negativa que tiene la palabra conservador y le atribuimos la que
pretendió en su respuesta el filósofo francés, estoy totalmente de acuerdo.
Vivimos tan inmersos en la dictadura pseudocultural del imperio, que a veces
parece como si la historia hubiera empezado con el despertar de los Estados
Unidos, o que sólo existiese el cine de Hollywood o la narrativa de Carver o de
Richard Ford, y eso, sencillamente, no es cierto, pues a pesar de que en estas
nuevas influencias hay verdaderas obras maestras, nosotros también tenemos un
pasado, y mucho más rico que el suyo, no porque seamos más listos ni mejores,
sino porque somos más antiguos. Y cuando digo nosotros no hablo sólo de España,
sino también de nuestros vecinos europeos, que es el entorno en que vivimos. Es
importante, así lo pienso, que los jóvenes lean o contemplen lo que viene de
los Estados Unidos, pero también que lean el Lazarillo, el Quijote, o el
Tristam Shandy, o a Rabelais o a Goethe. Creo que la lectura de los clásicos
permite que uno se sitúe en el mundo con otra perspectiva. A mí al menos me ha
servido para sentirme eslabón de una cadena que empezó hace muchos siglos. Creo
que en mis libros eso se nota. Respecto a la picaresca, es evidente que entre
mis criaturas hay pícaros, y seguirá habiéndolos. Lázaro de Tormes fue sólo el
primer pícaro novelesco, pero el personaje social del pícaro siempre existió,
antes y después y ha ido evolucionando con el tiempo, y no sólo aquí.
Estebanillo y Pablos hoy se llaman Roldán, Conde o Bernard Tapie. El hecho de
no conocer la historia o la literatura equivale a creer que esta gente nace por
generación espontánea o por una maldad intrínseca del Partido Socialista, lo
cual es un simplificación absurda. En cuanto al anticlericalismo, yo sólo sigo
los pasos de mis predecesores, aunque quizá con más virulencia, todo hay que
reconocerlo. En España somos muy comecuras, porque los hemos padecido. Los
únicos pueblos que han blasfemado a lo largo de su historia fueron siempre
católicos. ¿Le dice esto algo? Los que siguen blasfemando hoy en día son el
italiano, el español y el portugués, y eso se debe a que la blasfemia ha sido
en estos países durante mucho tiempo la única salida frente al agobio de Roma.
Los franceses, como hicieron la separación entre iglesia y estado tras la Revolución y cortaron
muchas cabezas, ya no blasfeman, se han olvidado de hacerlo. ¿Para qué un nuevo
Voltaire, si desde hace ya dos siglos nadie los ha obligado a comulgar a
guantazos? En España, como ahora los curas están de capa caída, por mucho que
de vez en cuando den por el saco con el aborto o los preservativos o con esa
tendencia casi incógnita que tienen a opinar de lo que no conocen, yo calculo
que en treinta o cuarenta años ya no tendremos necesidad de blasfemar ni de ser
anticlericales. Tanto mejor será para nuestros hijos y nietos. Y vamos con lo
del realismo del siglo XIX: me interesa como discurso, como enseñanza, como
técnica, aunque cada vez lo veo más alejado de mi mundo narrativo. Uno cambia.
Por último, en cuanto a los romances de ciego, los he utilizado porque fueron
una realidad. En un argumento situado en el presente serían anacrónicos, ya que
ahora ha evolucionado, se han puestos al día. Hoy estos romances son los
anuncios publicitarios, que buscan, al igual que antaño los romances de ciego,
convencernos de que compremos algo. Basta con encender el televisor o abrir un
periódico o salir a la calle para que alguien trate de enchufarnos un coche o
un perfume. Es algo sofocante, casi preferiría el espectáculo de los ciegos,
eran más divertidos.
—¿Los
mil y uno episodios que protagonizan sus relatos pretenden relatar una época de
la cotidianidad?
Sin duda. Me molesta tanta competición,
que nos convierte a todos en caballos de carreras y al ganador en un héroe de
pacotilla, ya se llame Induráin, Gala o Clinton. Los grandes héroes siempre me
parecieron de cartón piedra, una falsificación, y lo peor es que muchos de los
que pululan en dicho tinglado, o lo contemplan desde fuera, creen en él a pies
juntillas. La gente, usted y yo o el común de los mortales, no somos más que
personas que tratamos de vivir lo mejor posible con las herramientas a nuestro
alcance, con dolores de muelas, angustia o placer según sea el momento. Las
fotografías de papel cuché de las revistas del corazón me dan risa, no hay nada
más ficticio e inexistente que el universo de «Hola» y «Semana». Yo creo que
hay quien piensa que el príncipe Felipe o Rociíto ni comen, ni beben ni cagan,
sólo sonríen a la cámara y son ricos. Por eso mis personajes son seres que no
hacen nada del otro mundo, simplemente viven. Y, por supuesto, comen, beben y
cagan, y otra cosa que me callo.
—¿Por dónde deambulan ahora los
personajes de su nueva obra?
Tengo dos proyectos en marcha, la
continuación de Hijas de Eva, ya en Granada, y un libro de relatos breves
que supone una nueva orientación en mi mundo narrativo. No sé cuál de los dos
terminará por prevalecer y saldrá primero, los voy alternando. El problema es
que no me queda mucho tiempo libre para dedicarme a escribir con exclusividad,
que es lo que me gustaría.
La entrevista se publicó en 1997, y después un inquieto Talens ha seguido publicando, una nueva novela, La cinta de Moebius, 2007 y los cuentos y volúmenes de relatos, "Sola esta noche", en Cuentos de Navidad (1997), Rueda del tiempo (2001) y La sonrisa de Saskia y otras historias (2003), además del ensayo, Cuba en el corazón (2008).
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