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domingo, 28 de junio de 2015

Hoy tomo café con…



Jose Serralvo
      “Escribir implica estar en soledad con uno mismo. Cuando uno habla con su propia voz interna, cuando no hay testigos, cuando nadie nos ve, ni nos oye, ni sabe lo que pensamos, los tabúes desaparecen”. 



Jose Serralvo (Jerez de la Frontera, 1984), ofreció un canto a la vida y una travesía en busca del sentido de nuestra existencia con su primera novela Los elegidos (2013); colabora habitualmente en varios medios, la revista cultural Jet Down, y el blog Un libro al día. En al ámbito académico, Serralvo publica artículos sobre derecho internacional y estudios sobre el marco legislativo aplicable a las víctimas del conflicto colombiano, o sobre los mecanismos jurídicos para juzgar a los miembros de compañías privadas de seguridad que cometen crímenes de guerra. Los libros del Lince publica su segunda novela, El niño que se desnudó delante de una webcam (2015).

Permítame preguntarle, ¿es usted un atrevido?, o tal vez, ¿capaz de saltar sin paracaídas?
        En literatura, o uno salta sin paracaídas, o mejor quedarse sentadito dentro del avión disfrutando de los cacahuetes y el zumo de tomate. Los paracaídas, como las máscaras, son un despropósito. El escritor que los usa está engañando a sus lectores y, aún más grave, está engañándose a sí mismo.

¿Le ha resultado difícil escribir sobre ciertos tabúes?
        Escribir implica estar en soledad con uno mismo. Cuando uno habla con su propia voz interna, cuando no hay testigos, cuando nadie nos ve, ni nos oye, ni sabe lo que pensamos, los tabúes desaparecen.

El niño que se desnudó delante de una webcam (2015), está inspirado en hechos reales. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de ficción?
        La semilla de la novela la plantó una historia real. En concreto, un reportaje que leí en el New York Times sobre un niño de doce años que aceptó quitarse la camiseta a cambio de $50. A partir de ahí, las cosas fueron a la deriva y aquel joven, llamado Justin Berry, accedió a hacer cosas cada vez más extremas, hasta que acabó convirtiéndose en la piedra angular de un negocio de pornografía infantil. Esta historia es cierta y, como digo, plantó la semilla en mi cabeza. Ahora bien, la novela no deja de ser una obra de ficción. Una gran mentira en torno a un hecho verdadero.

¿Su novela es únicamente fruto de una idea, o quiere ser algo más con esa compleja mezcla de influencias?
        Mi novela aspira a ser literatura. Aunque pueda parecer una pretensión ridícula en pleno arranque de la era electrónica, es precisamente esa pretensión la que hizo que no me importase saltar sin paracaídas [risas].

Influencias, perdón, que nos llevan al más claro estilo del mejor erotismo y de un clásico como Nabokov, ¿es así?
        Nabokov nunca aceptó que Lolita fuese considerada una novela erótica y yo tampoco aceptaría ese epíteto para El niño que se desnudó delante de una webcam. Por varias razones. La primera, que los abusos a menores son la antítesis del erotismo. De hecho, como digo en la novela, son una manifestación sexual capaz de deshumanizar a un niño. La segunda razón es que el objetivo de las novelas eróticas no es hacer literatura, sino enardecer a los lectores. ¡Nada más lejos de mis intenciones! Ahora bien, la influencia nabokoviana es innegable. Está en la temática, que remite inmediatamente a Lolita y a algunas otras de las novelas de don Vladimiro. También en el narrador no fiable, que se burla del lector hasta el último momento. Y, por supuesto, la influencia nabokoviana está también en el uso que hago del humor. 


¿Este tipo de relato sólo puede darse en la sociedad norteamericana, o es un simple recurso narrativo el haberla ambientado allí?
        Los abusos a menores a través de Internet, o del iPhone, ocurren en todo el mundo. Ciertamente, ocurren en España. Si decidí ambientarla en Estados Unidos es porque fue allí donde ocurrió la historia que inspiró la novela. Además, es un país en el que he vivido un par de años y que conozco bien. Mi primera novela está ambientada principalmente en Madrid, pero a un escritor no se le puede exigir que escriba historias ambientadas en su país. Mucho menos en el mundo globalizado en el que vivimos.

El protagonista, David Timberthirdleg, ¿es realmente un lazarillo del siglo XXI?
        Desde luego, David Timberthirdleg es un pícaro desmelenado. Sobre todo por sus comienzos. Lo que ocurre es que, sin querer desvelar nada, sus orígenes humildes y engorrosos le llevan a tomar decisiones que jamás se le hubiesen pasado por la cabeza al peor de nuestros pícaros. 

Las numerosas referencias literarias de sus personajes, ¿son, al mismo tiempo, algunas de sus propias referencias?
        Sin duda. Toda la metaliteratura en torno a David Foster Wallace es un guiño a un autor que admiro y que me ha influido mucho en los últimos años. Sin embargo, como bien apuntas, son solo «algunas de mis propias referencias». La mayoría de autores a los que admiro, desde Muñoz Molina hasta Vargas Llosa, pasando por el propio Nabokov, no aparecen en la novela. Son el bagaje que un escritor carga, aunque sea de forma invisible. 

Las abundantes escenas de violencia, ¿muestran la realidad de una sociedad como la nuestra?
        Nos guste o no, las cosas que se describen en la novela ocurren en nuestra sociedad. De modo que tengo que responder afirmativamente. 

El personaje nos puede parecer un buscavidas o una víctima, según quién lo lea. ¿El niño David en su entorno estaba predestinado a terminar delante de una webcam?
        No creo en la predestinación. Uno siempre puede burlarse de su propio destino. La cuestión es qué ocurre cuando esa burla se convierte en algo casi imposible y qué responsabilidad podemos exigir a quien, víctima de los peores abusos, acaba dejándose llevar por la corriente. 

La novela también tiene momentos tiernos, que nos tocan la vena sensible. La abuela, el perro Reagan, Mary Jane, ¿son la otra cara de la misma moneda?
        En efecto, son el lado tierno, me atrevería a decir que entrañable, de una historia brutal. Todos tenemos influencias positivas en nuestras vidas. Los personajes que citas son ese rayito de luz en la miserable trayectoria del protagonista.

La pederastia, la religión, la cienciología, el maltrato infantil, la invalidez o la drogadicción, se convierten en un cóctel Molotov para engranar una dura historia, ¿eran esos los ingredientes necesarios para usted?
        El escritor no siempre elige sus temas. A veces los temas le eligen a él. Mi único merito en ese «cóctel Molotov» es haber sido honesto con la historia que tenía en la cabeza. Por cierto, es la segunda vez que usan ese explosivo símil en relación a la novela [risas].

Al final de esta lectura, ¿debemos, no obstante, sentir algo de ternura con respecto al personaje y cuanto se cuenta de él? ¿o prefiere que los lectores dictaminen la verdad?
        La verdad en una obra de ficción, si existe, es privilegio de los lectores. El autor puede plantear preguntas e incluso proponer sus propias respuestas, pero el juicio último, de la literatura, de la trama e incluso de los personajes, le corresponde al lector.

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