EL UNIVERSO LITERARIO Y PERSONAL DE
SERGIO PITOL
(Una entrevista que se
dilata en el tiempo y en la amistad)
La
realidad para Sergio Pitol está siempre en otra parte, cada acto, cada objeto,
cada palabra posee el don de la multiplicidad. El escritor ha sido consciente,
desde siempre, que la literatura se realiza plenamente en el acto de leer.
Ciertas cuestiones insalvables en su percepción del arte han consistido en
separar realidad y vida, aunque algunos de los personajes de su profusa obra,
resultan ser consumidores de un arte hipercodificado, otros se convierten en
los transmisores de un arte más rico y desestabilizador y constatan una
estética estabilizadora que ofrece mejor ese artificio verbal de su escritura.
Una variedad de escenarios y la influencia de las literaturas más diversas le
han llevado a la creación de un mundo tan particular como auténtico. Autor de
las colecciones de cuentos, Tiempo cercado (1959), Infierno de todos
(1965), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), Del
encuentro nupcial (1970), las
novelas, El tañido de una flauta (1972), Juegos florales (1982),
El desfile del amor (1984), y de los libros de ensayos, El arte de la
fuga (1996), Soñar la realidad (1998) o Pasión por la trama
(1999) El viaje (2001). En 1999 obtuvo en México el «Premio Juan Rulfo»
al conjunto de su labor literaria. Todos los cuentos (2000) reúne buena
parte de los relatos publicados hasta el momento, un género en el que muestra
esa lucidez suficiente del analista al servicio de una vocación de escritor que
expresa a través de las narraciones breves.
—Usted ha tenido, desde el principio
de su dedicación literaria, una especial concepción de los géneros, me refiero
a esa especie de reflexión consciente de la naturaleza textual. ¿En qué medida?
— Efectivamente, de joven, me imagino
que por instinto, mis primeros relatos tendían a aprovecharse de la
entreveración de géneros distintos. Creo que ya he relatado en varias ocasiones
que la primera vaga visión que tuve de mí como escritor fue la de un
dramaturgo. Desde la adolescencia fui ganado por el teatro. Recuerdo el
prodigio que fue, en esa edad, asistir a las representaciones de Louis Jouvet
en la ciudad de México: mucho Molière, Girardoux y Marivaux. La compañía de
aquel inmenso hombre de teatro se quedó varada en América Latina durante la
invasión alemana a Francia. Se movía entre Buenos Aires, Bogotá y México. Yo
leía las obras en castellano, luego, con grandes dificultades en francés, y al
final hacía el viaje, que era entonces infinito, a la ciudad de México para
verlas representadas en el escenario. Años más tarde, seguí un curso de teoría
y técnica dramática. Estudiábamos la estructura de las tragedias griegas; la
maestra exigía, como ejercicio, escribir escenas con la misma trama de esas
tragedias. Teníamos que rehacer Edipos, Antígonas, Electras, Medeas, Egistos,
Ifigenias, Andrómacas; debían ser personajes mexicanos de algún momento del
siglo veinte, con nombres y costumbres comunes a nuestro entorno. Es decir,
debíamos actualizar la historia como lo había hecho Eugenio O´Neill con la Orestiada en su
americana Mourning becomes Electra (El luto le sienta bien a Electra). Cuando
me ponía a escribir mi drama, comenzaba por describir a los personajes y el
espacio en que se movían, esbozaba una especie de sinopsis de la obra y al
releer esos apuntes para iniciar ya el trabajo, advertía que el resultado era
más bien un cuento. Bastaba sólo afinar algunos
detalles, inventar vasos comunicantes entre los cuerpos de lenguaje,
crear una mínima coherencia narrativa y al final estaba un relato. A partir de
entonces he seguido el mismo procedimiento, pensar primero mis tramas como
ejercicios escénicos y después desteatralizarlos, pero sin eliminar del todo su
rareza, un lenguaje contaminado por los procedimientos de géneros diferentes.
— En la literatura mexicana el cuento ha
gozado desde siempre de un enorme prestigio, ¿motivó este hecho el que Ud., se
dedicara en los cincuenta al relato corto?
— En los años cincuenta, la literatura
en lengua española y en muchas otras, especialmente la anglosajona, el cuento
era un género privilegiado. En Iberoamérica: Juan Carlos Onetti, Augusto
Monterroso, Virgilio Piñera, Juan Rulfo, Guimães Rosa, Adolfo Bioy Casares,
Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, y muchos otros más escribían
cuentos y novelas con toda regularidad; varios de esos mencionados son más
famosos por sus libros de cuentos que por sus novelas. A algunos la única forma
narrativa que les interesaba era el cuento, como al inmenso Borges. Entre los
norteamericanos ocurría lo mismo: piénsese en Faulkner, en Hemingway, en Scott
Fitzgerald, por ejemplo. Y ya en tiempos más cercanos una inmensa popularidad
rodeó a Raymond Carver. Ahora el cuento entre nosotros es menos apreciado;
absurdamente es considerado por algunos tontos como una forma inferior a la
novela. Pero en la historia de las artes hay formas y aún géneros que se
sumergen de repente para aparecer después vigorosamente con una nueva
modalidad. En mi caso, adoro el cuento, pero me resulta difícil escribirlo. Es,
desde luego, más estricto, más difícil que una novela.
—
Leyendo sus primeros cuentos, se puede pensar de qué manera su biografía se
proyecta poderosamente en su posterior obra. ¿Ha sido esto calculado?
— No puedo escribir nada que no tenga
una relación inicial con lo real, sea un sueño, un diálogo, una situación
novelable; luego, la imaginación puede transformar todo aquello en algo
diferente. El inicio es violentamente personal, aunque no haya yo experimentado
determinadas situaciones, por lo menos he sido de algún modo testigo de ellas.
Desde mi primer libro, hasta el último, todos pueden ser considerados como
cuadernos de bitácora de mis movimientos, muestran mis preocupaciones
literarias, sociales, amorosas, los descubrimientos que voy haciendo, los pasos
que voy dando por el mundo, ciertas esperanzas, algunas inquinas, etc.
— Tras dos décadas poco productivas,
irrumpe de nuevo con un tríptico que ahora se reedita bajo el título común de
Tríptico del Carnaval. ¿Qué motivó ese silencio?
— No ha existido ningún silencio en las
dos décadas a las que te refieres. Por el contrario, ellas han sido las más
productivas de toda mi existencia. En estos veinte años he escrito las tres
novelas mencionadas, las que integran el Tríptico del carnaval, y
algunos libros de ensayos: La casa de la tribu, El arte de la fuga, Pasión
por la trama. Además de tres monografías sobre pintores mexicanos: Olga
Costa, Juan García
Guerrero y Juan Soriano, y tengo muchos otros textos aún no reunidos en libro,
y sobre todo, sigo haciendo nuevas cosas.
— ¿El tañido de una
flauta su primera novela, inaugura una estructura dual, realidad-sueño?
— El sueño ha estado presente siempre,
desde mi primer libro hasta el de ahora. En uno de mis cuentos iniciales, «Los
Ferri», el sueño es casi más importante que la vigilia. Es la historia de
una vieja sirvienta que agoniza en la hacienda donde ha transcurrido toda su
vida. Sabe que ha llegado el fin. Pasa la mayor parte del tiempo delirando.
Todos sus rencores y frustraciones se han transformado en visiones horribles,
en castigos crueles. Su afán único es pedir a Dios que deje caer, para
satisfacer sus ruegos, castigos tremendos sobre las varias generaciones de la
familias a la que ha servido casi desde el nacer. La posible eficacia del
relato depende de la tensión que se establece entre esos sueños y la realidad.
Desde entonces, un sabor onírico permea todo lo que hago. Mis personajes sueñan
en abundancia; sueñan también los autores ficticios que se supones escriben
esos relatos. Algunos pasajes narrativos son meras transcripciones de mis
sueños. Cuando escribí en Barcelona mi primera novela, El tañido de una
flauta, no encontraba un final adecuado, tuve un sueño, un amanecer, lo
anoté tan pronto como desperté, y me di cuenta de que ese texto era el perfecto
final para mi libro. En mis ensayos intercalo sueños. Me parece que al llegar a
la vejez, esa palabra maldita, cuando uno ve con lejanía la infancia, la
adolescencia, los grandes asombros de esos periodos, la felicidad intensa de
entonces, de la que no acaba uno de darse cuenta, se comienza también a
percibir el pasado como un sueño, una niebla. Nuestro presente y eso que damos
en llamar la realidad es sólo la continuidad de ese sueño.
— El desfile del amor le
abrirá un nuevo espacio lector en España
— El desfile
del amor, y la inmediata publicación de la novela en Barcelona significaron
no sólo poner un pie en España, sino ser reconocido también en México. Poco
después de la aparición de mi primer libro de cuentos, en una edición casi
secreta, salí de México, y durante cerca de treinta años viví fuera de mi país.
Lo visitaba algunas veces, en dos ocasiones pasé temporadas largas, como de un
amo, pero con la seguridad desde el principio de que iba a partir. Tenía aquí
en México pocos pero excelentes amigos; mis libros aparecieron sin estar yo
presente, y arrastraban una vida fantasmal. Fuera de un puñado de lectores
fidelísimos y entusiastas, para el resto de los lectores mexicanos era yo
inexistente, una sombra, un excéntrico, alejado de la realidad mexicana y
también de la hispanoamericana, enclaustrado en una móvil torre de marfil,
fraguando historias bizarras que tenían lugar en Venecia o Samarcanda. Debo
decir que no me quejo; tenía bastante chiste esa reputación. Llegar a México de
repente para pasar unas cuantas semanas y ser celebrado por viejos amigos muy
cercanos era formidable, como también lo era encontrar en el lugar más
inesperado de la ciudad a un pequeño grupo de jóvenes que conocían mejor mi
obra que yo mismo. A partir de esta novela fui percibido por un público más
amplio.
— Su universo esperpéntico se acentúa
aún más en Domar a la divina garza, ¿su mundo es realmente
así?
— ¡Domar a la divina garza, qué
historia! La escribí entre Madeira, Lanzarote y Marienbad, en clínicas
maravillosas donde convalecía de una complicada operación vesicular. Vida de spa,
fastidiosa, crepuscular, golosa como del cine de Von Stroheim. Fue un periodo
consagrado a Gogol. Leí y releí casi la totalidad de su obra, y varios libros
excelentes sobre su literatura y su estrambótica existencia. Leí entonces el
libro de Baijtín sobre Rabelais, pero más que todo sobre la cultura popular a
finales de la Edad Media
e inicios del Renacimiento. Esa lectura, que era un canto a la libertad, y la
de Gogol, fueron integrándose a mi tema. El desfile del amor, la
anterior, la premiada, es una historia paródica, tragicómica, desparpajada, y Domar
a la divina garza radicaliza todo eso, lo convierte en un esperpento con
aromas repelentes. En estos días estoy escribiendo un librito sobre un viaje a
Georgia en 1985, donde narro una experiencia personal sobre la carga
excrementicia que introduje en la novela. Fue la última novela que escribí en
Europa. Estuve en Barcelona para su presentación. Jorge Herralde echó la casa
por la ventana en esa ocasión, y todos los días recibía en mi hotel a muchos
periodistas de las secciones culturales de la prensa catalana y la de Madrid.
Algunos amigos que la habían leído ya fueron muy elogiosos. Me sentía, en
verdad, la divina garza. Días después, subí en Madrid al avión que me
conduciría a México, y lo primero que hice, como todos, fue recoger algunos
periódicos y revistas para hojearlas durante el viaje. Abrí la primera, ya
desaparecida busqué la sección cultural y vi de inmediato la brillante portada
de mi libro; y comencé a leer el comentario. Los horrores que se decían de mí y
de mi novela, la saña con que me daban una paliza monumental no recuerdo
haberla visto nunca, no sobre mí sino sobre ningún otro autor. El comentarista
declaraba que había lanzado al mingitorio mi trayectoria literaria, que había
sido seducido por el oro que un autor recauda con libros tan repelentes como
aquél. Que ya una vez despeñado en la cloaca me sería muy difícil salir de
ella. Me decía que no era posible que eso ocurriera que me insultaran con tanta
violencia, y deduje que nada era verdad, que estaba yo soñando, sumido en medio
de una pesadilla, lo cual me tranquilizó y me permitió dormir por un buen rato.
Al despertar volví a leer aquella arenga y comprobé que sí, que era cierto, que
era la plena realidad, pero ya el shock había pasado. Me había animado
demasiado en Barcelona, y seguía el esquema de Bajtín sobre el carnaval:
coronación, fiesta y paliza final. Fue una lección ejemplar. Lo único que me
molestaba es que esa fuera la primera nota bibliográfica que recibía mi novela,
y posiblemente la primera que llegaría a México. Cuando poco después me
llegaron las notas de Masoliver Ródenas y de Mercedes Monmany me tranquilicé.
Ambos iniciaban sus artículos con la aseveración de que Domar a la divina
garza era una obra maestra.
— La
vida conyugal cierra por el momento ese tríptico y presupone su desagrado
con el mundo actual
— La vida conyugal es
la crónica de cincuenta años de vida marital. Hay una pareja permanentemente en
guerra con el fondo de una sociedad que ha perdido la energía, la vitalidad y
el sentido de casi todas las cosas. Un mundo que es como un navío ebrio que se
dirige al desastre. La sociedad resultante de muchas décadas de corrupción y
descomposición, la flor del PRI. Siento ternura por la protagonista, por su
capacidad de sobrevivencia, por su rebeldía caótica, por sus limitaciones, por
todos sus esfuerzos infructuosos. Al final la pareja celebra sus cincuenta años
de casados, sus bodas de oro, y lo que queda de ella son escombros, cuerpos
mutilados, y una iracunda vejez. Deseos de acabar cada uno con el otro lo más
pronto posible. Eso han sido sus cincuenta años de casados; no ha remedio para
la pareja, seguirá así hasta el final.
— A su vuelta, definitiva, a México en
1988, su fama de escritor ha ido creciendo y ahora se encuentra en un proceso
de escritura, por decirlo de alguna manera, más reflexiva. ¿El
arte de la fuga es la síntesis de este período o quizá de toda una vida?
¿Significa este libro una especie de educación sentimental y una educación
civil para mostrar ese yo y su proyección exterior?
— En México todos dicen que es mi mejor
libro. Yo personalmente creo que si algo de lo escrito me sobrevive serán
algunos párrafos de Vals de Mefisto. Más de eso me resulta imposible. En
El arte de la fuga está, si no lo más perfecto, sí lo más intenso y lo
más divertido de mi trabajo. Escribir algunos de sus capítulos me produjo un
dolor intolerable, otros me regocijaban y me hacían sentir muy feliz. Hay
ensayos que se vuelven relatos y terminan de nuevo como ensayos. Hay trivia,
guiños, gossip, sueños a granel, disgresiones sobre Thomas Mann, pero
también sobre mi perro Sacho. Termina con la crónica de un viaje al estado de
Chiapas pocas semanas después de la insurrección. Creo, te lo he dicho ya, que
todo lo que escribo es una forma de biografía infusa, oblicua, y en ese libro
un flujo de vida irrumpió con más fuerza y desde luego se hace más visible que
en cualquier otro de mis libros.
— ¿De alguna manera El
arte de la fuga, en un país que enfrenta a distintos grupos de opinión,
viene a ser como una especie de compromiso por la independencia y la tolerancia
del intelectual? Quizá por esa especie de «período introspectivo» del que habla
Carlos Monsiváis ha vuelto a publicar un libro de marcado carácter reflexivo
como Pasión por la trama.
— Mira, a ninguno de los grupos de literatti
mexicanos les podía resultar indigerible lo que anotaba yo sobre la escritura,
la lectura y los viajes, que son los grandes apartados de ese libro. Podían
discrepar, eso sí, o tal vez algún teórico de esos duros, alineados en una
corriente “científica” de la literatura haya considerado prescindibles mis
digresiones sobre la escritura, y hasta tirado el libro al bote de la basura
por resultarle una escritura inane. Pero las verdaderas resistencias a El
arte de la fuga, aunque fueron pocas, surgieron de parte de algunos
intelectuales orgánicos, esos que se someten voluntariamente al Príncipe, lo
adulan y salen siempre beneficiados. Pero a mi edad he venido a disfrutar la
posibilidad de tener enemigos. Cuando uno pelea con la familia o con amigos
entrañables, que siempre una herida, sea uno culpable o víctima del hecho que
decidió la ruptura. En cambio ser odiado por alguien no estimado, alguien por
quien uno siente desprecio o indiferencia es como ganarse un premio, no uno
grande, claro, sino de tercera o cuarta clase.
— Tras la lectura de estos últimos
textos, hay dos aspectos que, de alguna manera, marcan una huella decisiva en
su escritura: los amigos y los viajes. ¿En qué medida ambos aspectos son
importantes para su obra aunque el viaje para usted, no obstante, no tiene ese
sentido de exploración o recorrido, sus ciudades son lugares vividos que
reaparecen una y otra vez en sus escritos?
— Tengo amigos magníficos con los que
discrepo en casi todo, pero cada vez que los veo me da un gusto inmenso porque
me hacen recordar determinados episodios fundamentales en nuestras vidas,
nuestra formación, o con quienes tengo la posibilidad de conversar sobre
libros, viajes, perros, teatro, cine de los años treinta y cuarenta, de
Lubistch y René Clair de preferencia. Los amigos y las ciudades se
complementan. Mi curiosidad por los lugares, los conocidos y los aún no vistos
nunca se apacigua. Sin embargo, nunca he logrado describir inteligentemente una
ciudad, ni siquiera las más amadas. En mis novelas me restrinjo a ciertos
trozos del plano urbano, una plaza, una calle, la fachada de una iglesia, y me
sirvo de ellas como un mero telón de fondo, quizás como los que utilizaron los
dramaturgos del Siglo de Oro español o los Isabelinos en Inglaterra, meras
telas pintadas que señalan sencillamente eso: una calle, el atrio de una
iglesia, una plaza, un jardín, el salón de una casa, el cuarto de una posada.
Trato de imprimir cierto verismo, pero no por la descripción de los lugares
sino por otros detalles de atmósfera, que además apuntalan la estructura. Hace
poco leí un libro de Félix de Azúa: La invención de Caín que me resultó
fascinante y me produjo una envidia total, porque sé que jamás podría yo lograr
nada que se iguale a eso cuando en algún pasaje tenga que mencionar un viaje.
—Siempre ha manifestado su expresa
devoción por la obra de Galdós, ¿perdura aún su admiración por el novelista
español?
— El entusiasmo por Galdós me viene
desde la adolescencia y nada tiene de programático. Entre mis maestros de
juventud había algunos eminentes republicanos españoles que vivían el exilio en
México. Como es bien sabido durante la República se descubrió la verdadera significación
de Galdós. La generación del 27 fue quien lo estudio con más sensibilidad, con
mayor cercanía y emoción. El más apasionado texto sobre Galdós que conozco fue
escrito por nada menos que Cernuda. También los hay excelentes de José Bergamín
y de María Zambrano. Por influencia de mis maestros españoles me acerqué a
Galdós; lo he leído y releído durante toda mi vida; sigue siendo un autor vivo
y no un lastre del período escolar.
— Tras un paréntesis introspectivo, en
estos momentos, parece estar dedicado a escribir una nueva novela.
— Trabajo ahora en un pequeño libro, es
la crónica de un viaje a Moscú, a Petersburgo, entonces Leningrado, y a la
república de Georgia, a mediado del período de la Perestroika. Hago
un collage de textos sacados de mis diarios. No es un libro directamente
político, ni académico, sino algo semejante a otros que escribí en El arte
de la fuga. Una lluvia de temas que se yuxtaponen, contraponen, o se potencian:
lecturas hechas durante el viaje, conversaciones sostenidas con diferentes
tipos de personas, funciones de teatro, vislumbres de la literatura rusa, vida
cotidiana de los rusos y georgianos y, como siempre, los sueños que nunca me
abandonan y que en este caso, en un mundo que se supone en transformación, de
la que dependen muchos asuntos internacionales, emiten una leve pero
impertinente vibración de locura.
—Si esto es un proyecto ya avanzado ¿qué
puede adelantarnos para un futuro inmediato?
—Quisiera escribir después un ensayo
largo sobre mi relación con la cultura austríaca que terminaría con las últimas
obras teatrales de Thomas Bernhard. Cuando hace algunos años, poco después de
su muerte, las leí, me hicieron pensar que el autor estaba perdiendo la razón,
que su paranoia lo estaba aplastando. Para él, el nazismo de un modo oculto se
había ya apoderado de Austria. En Plaza de los héroes, la última, cuyo
estreno causó casi una batalla campal, en Viena, un viejo filósofo judío se
suicida porque sabe que ya todo está perdido, que Viena se ha nazificado y
vislumbra los próximos programas, las jornadas de depuración étnica, las
humillaciones profundas. Se siente demasiado viejo para volver al exilio, a
Oxford como lo había hecho la vez anterior, o a otro lugar seguro. Hace un mes
estuve en Viena y allí advertí que Bernhard era el profeta absoluto de su país.
Volví a leer Plaza de los héroes sólo para convencerme de que era una de
las obras magistrales de la dramaturgia universal contemporánea, y días
después, en Roma, vi en escena otra de sus obras, Antes de la pensión,
una aterradora pesadilla sobre los viejos SS hitlerianos que empiezan a salir
del alcantarillado, del ropero, o del tiro de la chimenea, en donde estaban en
espera hasta que llegara el momento de dar el gran golpe. Y he visto entonces
que literatura y política pueden integrarse, lo que por ahora se había vuelto
tabú. Claro que para eso se necesita ser un genio, como lo fue Bernhard, como
lo fue Schiller.
— ¿Qué ha significado para usted recibir
el «Premio Juan Rulfo» al conjunto de su obra?
Cuando
me anunciaron que había obtenido el Premio Rulfo me cometió un ataque de
felicidad. Tiene también sus desdichas. Salgo de mi casa y tardo en llegar a
cualquier parte por las detenciones que me impone la popularidad. Hay que ver
todo esto como un segmento de la comedia humana y prevenirse de cualquier sueño
de grandeur y trabajar todos los días enconizadamente para ver si alguna
vez puede uno vislumbrar siquiera el umbral.
—Todos los cuentos reúne buena parte de
su narrativa breve ¿puede considerarse una edición definitiva?
En este libro se les han escapado algunos cuentos clave pero no importa
porque se muestra ese mundo que yo siempre he proyectado, el que ofrece las
distintas posibilidades y el aborrecimiento de cualquier dicotomía definida.
Ha transcurrido ese tiempo
prudencial que se toma el escritor para terminar de madurar una nueva obra, esa
de la que Sergio Pitol nos adelantaba argumento y propósito, un pequeño
libro-crónica de un viaje a Moscú, a Petersburgo y terminaba en la república de
Georgia. Un collage de textos sacados de los diarios del escritor. Pero,
evidentemente, no un libro directamente político o académico. Se ha titulado,
definitivamente, El viaje, y aparecía en México en septiembre del año
2000, y en España en el otoño de 2001, publicado por Anagrama, su editorial en
nuestro país. Estas preguntas se añaden a una entrevista que siempre actualiza
la voz autorizada de un maestro de la Literatura.
—El viaje (2000), su última obra, ¿se
concreta en una inmersión particular a los infiernos del alma eslava?
No del
todo. El viaje tiende a recordar mi relación personal con lo ruso.
Primordialmente es una construcción literaria que me pareciera distinta al tipo
de libros sobre el mundo comunista. Trato de ser una cámara que fotografíe mis
emociones. Estoy harto de los sovietólogos, de los politólogos, que por lo
general se sitúan en una posición inflexible, de rechazo absoluto, el mundo del
mal. Hay claro excepciones, entre ellas dos polacos eminentes: K. S. Karol y
Ryszard Kapuscynski. Ellos se interesaban, además de la política soviética, de
la sociedad, en especial de la individualidad rusa, de su excentricidad, de la
imposibilidad de medir a todos con un rasero, y entre otros medios para seguir
la temperatura de su cultura, observan la literatura, la música, el cine y el
teatro. Claro, lo que llaman el alma rusa, que es complejísima, es tan sólo un
remedo, una parodia, un estallido temperamental. Cioran escribió páginas
prodigiosas sobre el sentimiento religioso de los rusos, su elevada
sensibilidad. Cioran insinuaba que el «alma rusa» no es semejante a la de los
otros pueblos, sino superior. Ahora, la grosería, la vulgaridad, la crueldad
puede ser extrema. Hay que leer cualquier obra de Dostoievski para comprobarlo:
el príncipe Mirsky, el comerciante Rogadov.
—¿Quizá haya que ver en este libro un
paso más en ese proceso de literaturizar la Literatura?, se lo digo
porque en este pequeño diario hay mucho de homenaje a la literatura rusa, ¿es
así?
Sí, tal
vez intenté que no fuera igual a El arte de la fuga, que es un abuelo de
El viaje. Éste es menos poderoso que su antecedente. Pero así me lo
propuse. En El arte de la fuga el movimiento es constante y lo mueve la
palanca del pathos. En El viaje restrinjo las posibilidades
patéticas. De hecho, la única vez que aparece es en la terrible carta de
Méyerhold, el gran hombre de teatro, cuando le describe a un alto político las
torturas que le infligen en la
kgb. En este
libro el soporte de la obra es un diario real, el mío, y esas páginas del
diario convocan otros momentos: estancias anteriores en Moscú en un cargo
diplomático, lecturas de los rusos desde la niñez, pintura, amistades, la
vanguardia rusa de los primeros años de la Revolución, sueños,
juegos que disfrazan la realidad, la parodia, citas de apoyo a mis relatos, en
especial de dos genios nacidos en los Balcanes para luego convertirse en
personajes universales: Canetti y Cioran. En el fondo de todo, bajo la palabra,
se desliza una corriente literaria, un anhelo de construir un gran edificio en
homenaje a la literatura rusa.
—Lo onírico está, de nuevo, presente en
esta obra, ¿justifica Ud. así buena parte de su proceso creativo?
El sueño
es imprescindible en la escritura, aparece desde mis primeros cuentos de hace
casi cincuenta años y no me fatigan. Aparecen de otro modo. Son casi la parte
más brillante y poderosa de un libro. El sueño puede participar en mi obra,
pero siempre que participe activamente en la arquitectura y el tema de un
libro. Su prosapia en la literatura es enorme. En Dostoievski el elemento
onírico es indispensable. Aquel sueño de Raskolnikov muy cerca del inicio donde
un niño ve aterrado cómo una multitud mata a golpes a un pobre caballo viejo, y
la gente que pasa por allí se detiene a ver esa carnicería como algo normal y
casi grato. En La montaña mágica hay un sueño magistral de Hans Castorp
que da el sentido profundo a la novela. En Borges hay sueños magníficos. El
sueño es una de las columnas del barroco: Los sueños de Quevedo, el
teatro de Calderón, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, etc. Yo, modestamente,
me acerco a esa familia.
— ¿Es este, pues, el camino emprendido
por Ud. para seguir ensayando Literatura? —Me explico, ¿el arte de jugar con
los géneros para componer un relato, a mitad entre lo que se presupone la
novela, la crónica o la autobiografía?
De una
manera sorprendente para mí, y no previamente razonada, comencé a sentir que me
distanciaba de mis últimas novelas, las del ciclo carnavalesco. Me parecía que
emprender una más, se volvería mecánica, y veía que cada vez que escribía un
ensayo o una conferencia se me imponían unas mínimas tramas narrativas en el
texto, y aun algunos personajes excéntricos que rompían el flujo del ensayo. O
también me aparecía yo como personaje para contar alguna historia más bien
privada. Llegó el momento que intensifiqué esos percances, los fortalecí para
que fueran piezas fundamentales de la estructura y así nació El arte de la
fuga, que tuvo más resonancia que todos mis libros anteriores, mezcla
varios géneros, el autor, yo, es el protagonista de algunos textos, luego se
asume como mero escribano. Es una novela, una crónica de vida, se nutre de
frivolidades, pero también de pasiones. De ese libro se desgajaron otros dos
títulos: Pasión por la trama y el último: El viaje.
Ahora
creo que ya debo terminar con esto. Temo que si siguiera otro libro con el
mismo estilo me repetiría, o más bien, repetiría los procedimientos literarios
empleados. Me siento en tierra de nadie. Dentro de poco me iré a España,
a un pueblo de la Costa
Brava, a encerrarme dos meses en solitario para poner la
mente en claro y tratar de saber qué voy a escribir.
—Una pregunta obligada, ¿qué proyecto
tiene entre manos en estos momentos si es que ha despertado de ese largo sueño
que han supuesto sus últimos libros?
Tengo
algunos temas, necesito rumiarlos. Es posible que mi capacidad novelística se
haya apagado. El año próximo cumplo setenta años. Me digo para conformarme que
dos de los novelistas que he admirado, E. M. Forster y Julien Gracq, que
produjeron novelas portentosas, dejaron de hacerlas antes de los cincuenta
años, sin dejar de escribir. ¡Ya veremos qué pasa!
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